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Enfoque

La segunda mayoría congresual

El numeral 3 del art. 178 de nuestra Cons­titución plantea un problema de inter­pretación que ha pro­vocado ya encendidas polémicas: “El Consejo Nacional de la Ma­gistratura estará integrado por… Un senador o senadora escogido por el Senado que pertenezca al partido o bloque de partidos di­ferentes al del presidente del Se­nado y que ostente la represen­tación de la segunda mayoría”. La textura abstracta del concep­to “segunda mayoría” da lugar a varias fijaciones de sentido de­pendiendo del factor coyuntural que se tome preferentemente en cuenta para precisarlo, lo cual en ciertos casos ha sido marcado por un alto nivel de subjetividad y en otros no ha sido precedido de ningún esfuerzo serio de aproxi­mación.

Así las cosas, la parte in fi­ne de la referida norma ha esta­do circulando en el mercado po­lítico como una suerte de divisa sobrevaluada, y para bien o pa­ra mal, nos hemos atascado. An­tes de delimitar el alcance del art. 178.3, debo aclarar que la tarea no es nada fácil, pues la Ley Fun­damental no contiene una defini­ción de los elementos que com­ponen la expresión de marras. Y es claro que sea así, pues ellas no tienen vocación de códigos, sino de normas básicas para la orga­nización de los poderes estatales.

La intensidad del esfuerzo que exige concretar el significado de un determinado término consti­tucional puede ser en ocasiones moderada, como sería el caso de “huelga”, que pese a que su acep­ción tampoco es ofrecida en el texto supremo, hay consenso so­cial respecto de su noción. Otras veces, empero, el esfuerzo inter­pretativo se intensifica, ya porque las posibles definiciones son va­rias por la relatividad del concep­to o expresión, como es el caso de los valores constitucionales, ya porque son flexibles, dinámicos y potencialmente mutables, en cu­yo caso la conclusión a la que se arribe difícilmente sea unánime­mente compartida.

Dejando por lo pronto a un la­do qué debe entenderse por “de­mocracia interna”, y en razón de la conexidad con el tema abor­dado, debe decirse que la trasla­ción de legisladores de un parti­do a otro diferente del que eran miembros al momento de ser ele­gidos, ha constituido un quebra­dero de cabeza en nuestra vida democrática, fundamentalmen­te por los desajustes que produ­cen en la relación de fuerzas po­líticas que los electores definen al momento de ejercer su derecho al voto. Ese fenómeno, denomi­nado también nomadismo políti­co, no es exclusivamente nuestro, sino de muchos otros países, y aunque ocasionalmente es excu­sable por obedecer a motivos le­gítimos, la mayoría de las veces le rinde tributo al oportunismo.

Recientemente, dos senadores y cinco diputados pasaron a una for­mación política distinta a la que los postuló, lo que sin duda constituye una estafa al votante que desfigu­ra el concepto de la representación en que se fundamenta la democra­cia. El debate no girará en torno a la cámara baja, en la que el PLD su­pera por mucho la cantidad de di­putados de los demás partidos, si­no en el Senado, porque el trasvase de dos tránsfugas a la organización que preside Leonel Fernández po­ne sobre el tapete la tarea de defi­nir “la representación de la segun­da mayoría”.

Con la cautela propia de quien se adentra en aguas turbulentas, hay que reconocer que al aquellos dos abandonar el PLD, esta orga­nización perdió fuerza para condi­cionar la aprobación de proyectos de ley, interpelar funcionarios pú­blicos, emitir votos de censura, en­tre otras atribuciones propias del Congreso Nacional. Ahora bien, ¿puede decirse lo propio respecto de la representación conforme a la cual se eligen los integrantes del Consejo Nacional de la Magistra­tura? No, y lo explico: el sufragio, cuando es mayoritario en los tér­minos constitucionales y de la Ley núm. 15-19, otorga un mandato representativo por parte de la ciu­dadanía, siendo a todo punto nece­sario que quienes aspiren acceder a cargos de elección popular sean propuestos por partidos, agrupa­ciones o movimientos políticos.

Esa actividad, como ex­plica Miguel Pérez-Moneo en “La selección de candidatos electorales en los partidos”, constituye la prin­cipal función que la Constitución le reconoce a los partidos políti­cos, los cuales no son otra cosa que medios para competir y ganar elec­ciones. En efecto, son los partidos los que les presentan al electorado las personas que pueden gobernar­le en su nombre, y más todavía, los que determinan de modo casi ex­clusivo la composición personal de los órganos congresuales.

Sin embargo, antes de acceder a un cargo electivo es preciso que el candidato haya sido selecciona­do por el partido y, en última ins­tancia, que haya sido proclamado ganador por la Junta Central Elec­toral, lo cual explica que el párrafo I del art. 272 de la Ley núm. 15-19, al referirse al certificado de elec­ción que la JCE debe expedirle “a todo candidato a un cargo electivo que hubiere resultado elegido de acuerdo con las normas estableci­das por la presente ley”, disponga que se haga constar “… el nombre del partido o de las agrupaciones que sustentó su candidatura”.

La modalidad prevista en los numerales 3 y 5 del art. 178 cons­titucional para determinar a qué senador y diputado le corresponde un asiento en el Consejo Nacional de la Magistratura, no es la de la mayoría parlamentaria, como sos­tuvo en un artículo recientemente publicado en este matutino –muy básico por cierto desde el punto de vista argumental- cierto legisla­dor. La práctica del transfuguismo no surte aquí ningún efecto, pues la Constitución se inspira en la con­cepción de la representación basa­da en los partidos, que de acuer­do con su art. 216.2 “concurren a la formación y manifestación de la voluntad ciudadana… mediante la propuesta de candidaturas a los cargos de elección popular”.

Es esa representación, la que se sustenta en la participación por medio de los partidos políticos, la que convierte la voluntad hetero­génea y dispersa en voluntad úni­ca e identificada, de la cual parte el constituyente porque el funcio­namiento de nuestras instituciones descansa en esa concepción. Efec­tivamente, los partidos son los que seleccionan y postulan candidatos, sufragan sus campañas electorales y movilizan al electorado, siendo la auténtica relación de fuerzas la que resulta de la voluntad popular expresada a través de elecciones y no de la voluntad circunstancial de legisladores tránsfugas.

Los partidos –no los cargos ele­gidos- son los que relacionan a la sociedad con el Estado, contribu­yendo a la formación de la volun­tad ciudadana a que se refiere el art. 216.2, pues el término “volun­tad popular” utilizado por el cons­tituyente supone una identifica­ción con la voluntad manifestada en elecciones. No cabe entender dicha expresión, tal como refiere José Ignacio Navarro Méndez en “Partidos políticos y democracia in­terna”, en un sentido restringido o antojadizo, permitiéndose consi­derarla como cualquier manifes­tación captada o formada en cual­quier acontecimiento. De hecho, la constitucionalización de las funcio­nes de los partidos políticos parte de que los ciudadanos no pueden por sí mismos ejercer ninguna in­fluencia activa en la formación de la voluntad del Estado, y las más relevante es la de permitirle a los ciudadanos concurrir a las eleccio­nes para que un conjunto pasivo escoja a sus representantes, o si se prefiere, para que se convierta en un conjunto participante de la vi­da pública a través de las eleccio­nes. Ese papel preponderante que tienen los partidos en la organi­zación, desarrollo y control de los procesos electorales, es el que re­conoce la Carta Sustantiva, el que evidencia la apuesta que hizo el constituyente para establecer una democracia fuertemente represen­tativa en los numerales 3 y 5 del art. 178.

En “Sobre el régimen jurídico-constitucional de los partidos polí­ticos”, Javier Jiménez Campo sos­tiene que “la voluntad popular que los partidos concurren a manifes­tar y formar coincide con la que manifiesta el cuerpo electoral an­te las urnas”, por lo que resulta im­procedente creer que pueda ser la que se configure mediante el tra­siego de senadores y diputados a partidos diferentes a los que los postularon. La voluntad popular deviene en voluntad estatal a tra­vés de los procesos electorales, en los que los partidos –no los candi­datos- ponen en contacto a los ciu­dadanos con el poder político.

Pérez-Moneo pone el dedo en la llaga: “La manifestación de la voluntad popular constituye una función claramente institucional, articulada a través de las eleccio­nes, pero no solo. Los partidos no son únicamente maquinarias elec­torales que aparecen y desapa­recen cada cuatro años, sino que ejercen sus funciones permanen­temente… La función de la mani­festación de la voluntad popular se debe proyectar a los órganos re­presentativos… los partidos conti­núan presentes en espíritu, ya que no en cuerpo, en el órgano pro­veído”. De modo, pues, que si es el mandamiento ciudadano el que debe reflejarse sobre los órganos constituidos, sería absurdo que se desplace por ejemplos nada para­digmáticos de transfuguismo.

Más todavía, tal cosa implica­ría convertir el principio democrá­tico, como criterio de organización de los entes y órganos públicos, en mecanismo de conveniencia de élites políticas interesadas en des­gajar la única fuente legítima del poder político del Estado: la sobe­ranía popular. Las mayorías en el Congreso Nacional las atribuye la voluntad ciudadana, delegando sus atribuciones en aquellos que ella elige para actuar en su repre­sentación. No discuto que una vez elegido cada legislador sea dueño de su escaño y, por consiguiente, pueda dejar el partido que lo pos­tuló y pasar a otro distinto, aun cuando esa migración irrespete la integridad de la voluntad electoral y abone el terreno del desprestigio del sistema democrático.

Lo que discuto es que aferrándose a la más pura ortodo­xia de la teoría de la representa­ción, pretenda considerarse que quienes construyen las mayorías no son los votantes, sino el libre arbitrio o los cálculos electoralis­tas de senadores y diputados, idea que de cuajar en realidad provoca­ría un déficit democrático de con­secuencias importantes. Con so­brada razón, José Ignacio Navarro Méndez proclama que “… los par­tidos son los principales agentes del proceso de representación que da lugar a la democracia como for­ma de organización del poder esta­tal”. Recapitulando: los numerales 3 y 5 del art. 178 deben interpre­tarse conjunta y sistemáticamente –sin separaciones artificiosas- con los arts. 2 y 216, sin perder de vis­ta ni por segundo que la represen­tación emana del pueblo “… en los términos que establecen esta Cons­titución y las leyes”, y que el 5 de julio pasado el pueblo definió en las urnas cuál partido representa la segunda mayoría en el Senado: el Partido de la Liberación Dominica­na (PLD).

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