Enfoque
Libros, ¿Para qué?
Mi joven vecina no ha leído a Alejandro Dumas. Acaba de concluir el bachillerato y no se avergüenza al decir que obras como “El conde de Montecristo”, “Los tres mosqueteros” y “El Prisionero de la máscara de hierro” les son ajenas.
-Me hablaron de películas, pero ya no se consiguen –me informa.
Tampoco conoce a Julio Verne, ni a otros autores cuyos textos eran parte de la formación académica dominicana en otros tiempos.
Ella va a estudiar medicina y su entusiasmo se desborda ante los nuevos autores promovidos en sus escuelas.
-Sí –le respondo-, es bueno leer a los de ahora, pero no debes olvidar a los clásicos –le respondí.
-Tenemos muchos deberes y muy poco tiempo –me riposta-, y los libros viejos solo son citados.
A mi joven vecina le he facilitado los pocos textos juveniles de mi maltrecha biblioteca, pero estoy convencido de que nunca terminará la lectura alguno. Al menos, me contento al verla hojear tantas páginas ilustres.
La falta de lectura es más visible en países como el nuestro donde la ausencia de autores clásicos juveniles obliga a remiendos al vapor.
En potencias de tradición literaria mundial como Francia, España, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, México y Argentina, por su citar unas pocas, este mal encuentra soluciones diversas, pero entre nosotros no pasa lo mismo.
Cuando mis hijos me regalaron las más hermosas vacaciones de mi vida en Suiza y Piomonte, visité un sitio inolvidable, el Archivo Histórico de Torino, la antigua capital azurra.
Nunca imaginé encontrar allí, entre letras de oro relucientes y páginas cocidas con hilos dorados, obras de del XV hacia atrás, conservadas, sin polvo ni humedad, en estantes de cedo y caoba, alejadas de miradas indiscretas. Toda aquella tradición permanece acumulada en ejemplares únicos, invaluables, como aquellos destruidos por el incendio en la biblioteca de Alejandría.
En mi primer viaje a Roma visité el Museo del Vaticano, y una de sus joyas me conmovió. Después de verla, salí de allí, avergonzado. Mi asombró devino en las salas 8 y 9 dedicadas al arte egipcio, frente a dos tablas (fechadas Antes de Nuestra Era) impresas con el fragmento de un poema en un extraño idioma de la antigua Mesopotamia. En ese territorio campeaban los imperios Sumerio, Asirio y Babilonese, y existían tablas de arcilla escritas en dialecto cuneiforme. En la tabla expuesta en la referida sala del Vaticano, junto a transacciones comerciales, aparecen fragmentos del poema épico de Gilgamesh, el héroe sumerio que decide abandonar su reino para emprender un viaje fantástico a ultratumba en busca del misterio de la vida y la muerte. La datación de estas tablas corresponde al 3,000 ANE, o sea, 5 mil años atrás.
Pensé en la inmortalidad sin idiomas, nombres o color. Los premios literarios de hoy quedarán volatizados como aquel poema épico de Gilgamesh, cuyo fragmento quedó inscrito en una tabla que por pura casualidad llegó a manos de un arqueólogo, tal vez oculta en una de las tantas grietas del destino.
Nunca entendí la importancia de los premios literarios. Me parecen competencias desleales. Semillas para dividir. Cultivo del falso ego.
Otro suceso romano sucedió al intentar la colocación de mi poemario bilingüe en las bibliotecas estatales y privadas.
Pero la realidad me abofeteó. El rechazo publicación me marcó. En todos los sitios visitados recibí la misma información: mi libro debía estar avalado por un “reconocido escritor italiano”. Después de una semana con mis versos a cuesta, un familiar me refirió un archivo escolar desde donde distribuían libros en el idioma de Bocaccio a otros recintos educacionales. Allí me recibieron con amabilidad y aceptaron, gustosos, mi donativo. Fui feliz por espacio de dos años. Al regresar a Roma y visitar el centro de acopio, sus nuevos empleados, amables también, informaron que mi libro no figuraba en ningún donativo.
-Aquí se acumulaban libros para el reciclaje. Los suyos, posiblemente, siguieron ese rumbo.
Mis vivencias en un país de vanguardia cultural como Italia, a pesar de la post modernidad, regresan a mi mente ante las palabras de mi joven vecina, quien todavía no ha leído a Alejandro Dumas, Julio Verne, Mark Twain y Emilio Salgari, entre muchos otros cuyas obras sí figuran en todas las bibliotecas del mundo porque pertenecen autores que crecieron en “tierra firme”.
Ella tiene algo de razón al preferir a los nuevos clásicos y mencionar de pasada a los eternos.
-Hay seguir intentando –me dice- no tenemos la culpa de que nuestros autores de ayer pasaran de largo –me vuelve a decir.
No sé si un nuevo incendio destruirá las bibliotecas de hoy, ni si volverán las guerras y de la quema de libros al estilo de la famosa novela de Ray Bradbury, “Farenheit 451”.
Vivimos tiempos de cambio y las experiencias de antaño no bastan. Pero siempre quedará alguna página oculta, en una cueva, o sobre una tabla escrita, con el fragmento de un poema anónimo, como regalo de los siglos recién dejados atrás.