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Enfoque

Quiero ser un genio del mal

Fiesta callejera en plena pandemia.

Fiesta callejera en plena pandemia.

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Arturo Pérez ReverteMadrid, España

Tiene huevos la cosa. Te pasas la vida con un ál­bum de fotos desagra­dables en la memoria, resuelto a no regresar allí donde estuviste, intentando convencerte de que, a pesar de cuanto recuerdas, el ser humano no es tan malo como parece cuan­do lo parece. Te pasas treinta o cuarenta años depurando los ar­chivos, poniendo delante los bue­nos ratos, las historias nobles, los gestos solidarios y los momentos dignos y honrados de los que fuis­te testigo, y relegando al fondo, para apenas verlos, aquellos de primera mano que nadie te contó y a los que basta echar un vistazo para que salten a la cara la estupi­dez, la barbarie, la maldad, la in­fame naturaleza que el hombre y la mujer –seamos paritarios tam­bién en la hijoputez– llevan en su esencia y suelen aflorar al menor descuido.

Dicho en corto, intentas amar a la humanidad, o como se llame esto que somos; pero no te dejan. Y cada vez que necesitas consue­lo en tal sentido, héroes a los que admirar, gestos que te conmue­van, hechos que te devuelvan lo que años y lucidez te quitan po­co a poco, letras mayúsculas a palabras necesarias que parecen a punto de perderlas –Dignidad, Honor, Lealtad, Amor, Honradez, Sentido Común, Solidaridad, Cul­tura, Educación, Inteligencia–, re­sulta que la infame condición hu­mana, ésa que durante buena parte de tu vida viste en su fúnebre es­plendor, aparece de nuevo para contaminarlo. Para sacar de nuevo, del fondo del archivo, la realidad de lo que somos y también, tan a me­nudo, nos gusta ser.

Pienso en eso estos días, cuando basta medio telediario para que el respeto adquirido en los últimos me­ses por lo mejor del ser humano se vaya al carajo en minutos: fiestas co­ronavíricas, playas sin un grano de arena libre, discotecas a tope, terra­zas amontonadas, sanfermines sí o sí, mascarillas inexistentes, llevadas en el codo o colgadas de los cojones. Como uno lee libros y posee recuer­dos propios sabe que si algo no nos distingue es la memoria constructi­va: la que sirve para prever el futuro y no tropezar en la misma piedra. Es la del agravio y el rencor la única que de verdad nos interesa. Uno sabe eso porque es viejo y ha viajado, pero lo sorprendente es la rapidez con que ahora se produce el olvido, y hasta la necesidad de olvidar. Las lecciones ni siquiera son ya efectivas durante generaciones. Se olvidan en po­cos meses. En unas semanas.

El problema de todo esto es que termina atenuando la com­pasión; y eso es peligroso por­que lleva a lugares oscuros, o hace que te asomes peligrosa­mente a ellos. Y voy a serles sin­cero: hay días en los que ronda la tentación. Oyes la radio, sa­les a dar una vuelta, y de pronto crees comprender a ciertos per­sonajes malvados de ficción, o no tan de ficción, cuyo despre­cio por el género humano los lleva a convertirse en genios del mal. En Napoleones del cri­men. Intuyes, aunque te repug­ne hacerlo, algunas razones del capitán Nemo, del doctor Mo­reau, del profesor Moriarty, del doctor No, de Fumanchú, de tantos y tantos malos de ficción –o no tanta, en realidad– que en el mundo han sido. Y enton­ces, durante un siniestro ins­tante, sonríes maléfico y te das miedo a ti mismo, imaginando.

Millonetis, o sea. Imaginas, por ejemplo, ser millonetis a tope. Estar forrado de pasta y poder comprar cualquier co­sa: una isla como base secre­ta, un ejército de sicarios o sicarias, una pandilla de hac­kers de élite, unos laborato­rios fabricantes de virus sin vacuna, una flotilla de sub­marinos con misiles nuclea­res o gas de la risa… Cual­quier cosa que haga la puñeta muy en serio. Y entonces, ta­tatachán, desde un búnker en esa isla, bien provisto de una biblioteca con primeras edi­ciones del Quijote, Conrad y Tintín, con las paredes cubier­tas de cuadros de Velázquez, Paolo Uccello y Ferrer-Dalmau, dedicar el resto de tu vengativa vida a darle por saco a la Hu­manidad. A sacudir el mundo con crímenes y conspiraciones; no chapuzas guarras sin senti­do fomentadas por idiotas, co­mo ocurre ahora, sino tramas siniestras planificadas y ejecu­tadas con brillantez y precisión quirúrgica. Imaginen qué pasa­da, oigan, contratar a un pro­fesor Bacterio para que inven­te un virus selectivo y mortífero que extermine a los irresponsa­bles y los imbéciles. O a los po­líticos. O a los que entran en los restaurantes en chanclas y calzoncillos. Cómo se despeja­rían las discotecas y las fiestas del tomate. Y mientras acari­cias a tu perro o a tu gato según los gustos, y mientras Monica Bellucci o Brad Pitt –también según los gustos– te dan ma­sajes en la espalda o donde proceda el masaje, observar el mundo en pleno desparra­me mediante pantallas pa­norámicas mientras emites, juás, juás, juás, escalofrian­tes carcajadas.

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