El dedo en el gatillo
Una casa en la cima del mundo
En escasas ocasiones pisé los misteriosos salones de la habanera Casa de las Américas. Se podrían contar con los dedos de una mano, y sobrarían índice y pulgar. Sin embargo, entre hobbies y labores me atrapó su cercanía.
La “Casa”, no las tenía conmigo. Era “demasiado inmensa” para mi pequeña estatura. En mi última visita descubrí un raro color en sus paredes y una sonrisa volátil en el rostro de algunos funcionarios e invitados que sabían cómo cumplir y hacer cumplir las reverencias. Eran metamensajes extraños. Y yo andaba en otra cosa.
A pocas esquinas de allí se imponía la Dirección Provincial de Cultura de Ciudad de La Habana, una casona de dos plantas que me acogió como Asesor Jurídico y editor de la colección de plaquettes de poesía “Ediciones Extramuros”.
Durante dos años consecutivos mis pies ligeros asumieron el complejo de Aquiles. Ellos me ayudaron a explorar las calles del Vedado hasta llegar a aquella residencia de dos plantas ubicada esquina en las calles 19 y G.
Ya en 1979, y durante 11 años inolvidables, fui huésped de la mansión de 17 y H. En ella descubrí un entramado de la cultura cubana. En la “Unión de Escritores y Artistas de Cuba” (UNEAC), compartí letras, aventuras y desvelos con amigos inolvidables.
Otros de mis sitios preferidos lucía perennidad. En la explanada del malecón habanero que colindaba con la calle G, practiqué la pesca deportiva, sobre todo al atardecer, horario en que atrapaba bocayates y otras especies de ojos vivaces y saltones.
Otra de mis aventuras transcurrió en la esquina de la calles 13 y G. Allí se alzaba el majestuoso hotel “Presidente” a cuyo restaurant concurría de cuando cobraba un discreto derecho de autor, en busca de nutrición para los míos. En cierta ocasión acepté como sugerencia inolvidable un “exquisito” enchilado de muslos de pollo. En plena digestión, me advirtieron que había caído en una trampa: aquel exquisito manjar contenía masas de batracios.
Si relato todo esto es porque en cierta ocasión asistí al Atelier del teatro Amadeo Roldán, ubicado en la intercepción las calles 5ta y D, en procura de alguien a quien debía defender, en mi condición de abogado.
A pesar de los detalles añejados de aquella vivienda, no percaté mi cercanía a un recinto histórico: estaba justo en el hogar donde falleció, en 17 de junio de 1905, a los 69 años, alguien a quien aprendí a llamar, al igual que Juan Bosh, “El Napoleón de las Guerrillas”. Pocos días antes de su muerte, su familia lo trasladó desde Santiago de Cuba hacia La Habana. Si actualizo este recuerdo es porque algunas fuentes me han comunicado una denuncia que no he podido confirmar en persona, pero que hago pública en busca de respuestas, si las tiene: aquel sitio histórico no está a la altura de su importancia. Las fotos que se anexan a este enfoque, publicadas en diversos medios internacionales, lo dicen todo.
He leído con asombro un artículo publicado en junio de 2019 por el periodista Roberto A., en el diario digital Cubacomenta.com que relata: “Los escombros, las paredes desconchadas, un césped despoblado y una columnata de cemento crudo donde hace un tiempo se erigiera un busto macro-cefálico ya perdido, adornan los alrededores del espacio. En horarios diurnos un agente de la seguridad custodia el lugar, muchas veces en los brazos de Morfeo”.
Como no tengo estirpe de insensato, no pretendo un desgaire. Esgrimo mis palabras con la misma precisión con que Máximo Gómez blandía su espada contra las tropas del colono en busca de una verdad incómoda. Su casa habanera nunca debió servir como un Atelier estatal. Ni quedar abandonada a su suerte. Ni tampoco una barrera contra el oleaje en tiempos de tormenta.
En el Caribe no es costumbre santificar a las momias, pero sí se cree en los símbolos. La humillante destitución de su cargo como General en Jefe del Ejército Libertador por la Asamblea Constituyente después de su entrada triunfal en La Habana un 24 de febrero de 1899, así como su soberana decisión de no aceptar una jubilación por parte del entonces gobierno cubano, todavía resuenan en el alma de quienes soñamos ver, alguna vez en aquel país, los sitios que pisó Máximo Gómez, convertidos en templos del saber y de la historia.
Ojalá todo lo que mis fuentes me revelan, sea incierto. Algún día, toda Cuba entenderá que nadie ha tomado un arma en sus manos para defenderla con más fe y coraje que en las suyas.