Enfoque

El odio racial en Estados Unidos

Ocho minu­tos y 46 se­gundos y la rodilla del agente so­bre el cuello fue suficiente para provocarle la muer­te. Con apenas 46 años, George Floyd, el afroesta­dounidense que servía de seguridad en un restau­rant latino, fue doblegado por el odio racial enfunda­do con uniforme de autori­dad policial.

Floyd no era un activis­ta negro como Septima Clark, y aunque escuchó hablar de ella, de Ro­sa Park y Martin Luther King, nunca militó en or­ganización alguna de lu­cha por la emancipación de los derechos civiles de los afroestadounidenses. Ni se le conoció activismo político.

Su muerte el pasado 20 de mayo incendió la pra­dera en todos los Estados Unidos y cruzó la fronte­ra del viejo continente con tal ímpetu, como si se tra­tase de la muerte de uno de los más emblemáticos activistas históricos de los años cincuenta o sesenta, épocas en que la patria de Abraham Lincoln y Tomás Jefferson hervía la confron­tación racial.

El odio racial en los Es­tados Unidos, matizado con la aprobación de la Décimo Tercer Enmienda, subyace en cada espacio de esa so­ciedad como resultado de la segregación entre negros y blancos desde antes de con­vertirse en estado-nación el 9 de abril de 1965, cuando los confederados fueron de­rrotados por los que favore­cían la Unión en la guerra de Secesión.

Desde aquella fecha ne­fasta para los confederados, los unionistas también colo­caron la rodilla en el cuello a los primeros, como ocu­rrió con Floyd, mientras hu­bo momentos en que los derrotados de la guerra lan­zaron desesperados gritos como el de Floyd: “No pue­do respirar”.

No es la primera vez que se escucha la frase como clamor de abuso policial o de la autoridad investida, contra un afroestadouni­dense o latino.

Las historias de abusos en los campos de algodón del sur de los Estados Uni­dos pueden llenar cientos de páginas, refrendadas por testimonios de los des­cendientes de amerindios o de los miles de africanos ex­portados por la fuerza a Es­tados Unidos para sustituir la extinguida mano de obra autóctona.

Se hizo legendaria la his­toria de aquella rebelión de esclavos en el condado de Sounthampton, Virginia, encabezada por el líder ne­gro llamado Nat Turner, en 1831. Los colonos blan­cos armaron bandas para contrarrestar la insurrec­ción…quemaron, asesina­ron, fusilaron y colgaron. La reacción blanca dejó co­mo resultado 120 esclavos muertos y 51 blancos per­dieron la vida. Una segunda acción de los colonos llegó hasta las cámaras legislati­vas para hacerse aprobar leyes prohibitivas de edu­cación y del derecho de re­unión para los negros escla­vos.

La construcción de la so­ciedad estadounidense ha estado marcada por una lu­cha constante por la domi­nación de una raza contra la otra. Y en ese pugilato de varios siglos, los amerindios y los negros han llevado la peor parte.

En la guerra de Secesión, por ejemplo, los esclavos al­canzaron una victoria, pues los confederados eran parti­darios de que en los nuevos territorios conquistados se utilizara mano de obra es­clava, mientras que los par­tidarios de la Unión favore­cían su abolición. Y así fue.

Aunque la esclavitud fue prohibida en todos los terri­torios, como he señalado, cuando se sancionó la Dé­cimo Tercera Enmienda, en un puñado de estados aún prevalecía el régimen opre­sor contra las personas ne­gras que laboraban en las plantaciones. No conforme con eso, en Tennesse a tres individuos blancos se les ocurrió la idea de formar una agrupación segregacio­nista para sembrar el terror: el Ku Klux Klan. Hubo ne­gros, incluidas mujeres, que no hicieron caso omiso al miedo que sembró esta fac­ción racista.

La maestra Septima Clark nacida el 13 de mayo de 1898 de una familia de esclavos, muchos años des­pués de prohibida esa prác­tica, no fue hasta su adul­tez cuando en todo Estados Unidos y el mundo, se con­virtió en un ícono de la lu­cha por los derechos civiles de los afroestadounidenses.

A pesar de que ella obtu­vo el certificado de maestra del Instituto Avery Normal, le negaron el derecho de ejercer como tal por lo que tuvo que irse a una lejana comunidad rural a ejercer su profesión, pues no acep­taban profesores negros. En lo adelante, Klark iba a con­vertirse en paradigma de la lucha de los negros contra la segregación y sus dere­chos, lo que sirvió de inspi­ración a otras leyendas de la lucha antisegregacionista.

Para 1915, ya iniciada la Primera Guerra Mundial, un grupo de nativos blancos que decían preservar los va­lores cristianos, las institu­ciones americanas y la su­premacía de la raza, hizo resurgir el Ku Klux Klan. Es sintomático que el renaci­miento de ese grupo de te­rror, en esta ocasión, se pro­dujera en los estados del norte, que habían ganado la guerra enarbolando la elimi­nación de la esclavitud. Si­guiendo los ejemplos de los estados del norte como In­diana, Nueva York e Illinois en los del sur lincharon 70 negros en el primer año de post guerra. Las rondas de la muerte del Ku Klux Klan (KKK) se repitieron años tras año terminada la primera conflagración mundial hasta después de 1925.

Una serie de aconteci­mientos minaron la imagen del KKK, como el no pago de impuestos por parte de sus integrantes en la década del treinta, hasta desapare­cer, pero surge nuevamente en 1950 con mayor violen­cia que en las dos prime­ra etapas. En esta oportu­nidad, no solo se asociaban blancos, sino neonazis, pa­ramilitares y cristianos ex­tremistas. Los años setenta y ochenta fueron de evolu­ción. El asesinato de Mar­tin Luther King el 4 de abril de 1968, el líder negro más carismático y de una gran influencia, desató aconte­cimientos callejeros que no se habían vivido hasta la muerte de Floyd el pasa­do mayo en Miniápolis, Mi­nesota.

La lucha racial entre blancos y negros tiene una historia larga y sangrienta. En abril de 1995, Timothy Mcveigh, un estadouniden­se de raza blanca antiesta­tal, hizo detonar una bom­ba derribando un edificio en el centro de Oklahoma City, atentado en el que mu­rieron 168 personas entre hombres, mujeres y niños.

En estos tiempos recien­tes, dos movimientos se han fortalecido y reivindi­can la lucha por la supre­macía de uno y otro bando: White Lives Matter (WLM), que aboga por los derechos de los blancos, y Black Li­ves Matter (BLM), que di­ce representar a los afroes­tadounidenses, los latinos y otros grupos de minorías. Aunque ambos alegan de­fender a blancos y negros, para muchos estadouniden­ses y la opinión pública hay abismales diferencias entre uno y otro en cuanto a su modo de proceder.

Los cierto es que a pe­sar de que la Constitución de Estados Unidos prohíbe la discriminación racial y garantiza los derechos civi­les de los individuos, esa so­ciedad no ha podido sanar el cáncer de la segregación, que desde sus orígenes en­gendra odio entre ciudada­nos de una misma naciona­lidad.

Como país que en mu­chos aspectos sirve de ejem­plo al mundo, el liderazgo encabezado por su presi­dente debe propiciar la re­conciliación, la paz y la con­cordia como corresponde a un jefe de Estado, antes que ser parte del conflicto.

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