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El dedo en el gatillo

El fantasma de la Ópera

El protagonista de “El fantama de la Ópera”.

El protagonista de “El fantama de la Ópera”.

Admiro navegar contra corriente. Mojan las olas y la marea convoca sutiles vestimen­tas. En esas circunstancias, na­da escapa al ojo avisor. Admiro a quienes pasan su vida dentro de un velero salpicado de salitre, sin agua ni luz, alejados del coro de esmeraldas.

No siempre tuve en cuenta la virtud del vendaval. Un día abrí los ojos y me di cuenta que debía cambiar el rumbo de mi embarcación. Mis amigos en­tonces valían un poco más que mi solvencia y me negué a co­mulgar con animales del par­que de atracciones.

Mis padres quedarían sin saltar. Debían envejecer de ra­bia y morir transfigurados. Mi entusiasmo estaba reserva­do a un roído sillón de hierro, sosteniendo en mis manos ca­da amanecer un periódico de cuatro páginas que solo sabía celebrar mi ruindad. A mis hi­jas les esperaba el favor de las tabernas, y a mi pequeño pa­ladín podría saludarlo a través del aire, cargando ladrillos so­bre un camión destartalado. No era fama ni gloria mi deseo para ellos. Era un pedazo de la nueva moral del tiempo que se les venía encima en vez de una dudosa fidelidad octogenaria.

El abismo requería no mirar atrás. Uno por uno, para sope­sar las grietas del velero y que este no se fuera a pique con to­dos a bordo. Ese oleaje embra­vecido choca con la proa, como una mano poderosa que me im­pide llegar a un destino que nun­ca pretendí. Y llegó a convertirse en la razón de mi vida. Malo que bueno, mis hijos supieron espe­rar el momento del salto y toda­vía hoy, desde sus ensueños me ajustan a diario el cinturón de seguridad. Saben que sigo sobre el velero, salpicado por un olea­je nervioso y temerario, y el ego de unos peces que solo saben ha­cerme muecas para que incline mi frente. Es la única ocurren­cia para advertir que nunca daré marcha atrás

Es poca cosa lo que pido. No llegaré otra vez a puerto. Sin embargo, cada día soy capaz de sonreír porque cambié dine­ro por vereda. No salí al país de las maravillas porque mío fue el rumbo de las aves que solo bus­can anidar.

La nostalgia nos hace más em­páticos, más sociales y también más desprendidos. Sufro de ese complejo por entregar y entre­garme.

Mi tiempo fue otro. El de las maquinillas de escribir. El de los radios portátiles y las graba­doras de cajón donde las cintas gruesas conservaban cierto esti­lo angelical.

Mía fue la fortuna de los toca­discos de agujas finas y delgadas que atravesaban los surcos del acetato como el filo de una espa­da dispuesta a todo.

Me apropié de la elegancia presencial de las zarzuelas, de las viejas arias movidas por mi innata devoción hacia los soni­dos del remanso. Por las cintas de Cantinflas, las aventuras de Flash Gordon y las vaqueradas de John Wayne.

Vestí pantalones entubados. Amé a los Beatles no porque cantaran en ingles, sino por esa manera de saber engañar, de ser distintos. Aquel mundo no vol­verá. No podrá ser reconstruido porque hay demasiada arena en el desierto.

Por eso admiro a los que via­jan contra la corriente y trato de hacerlo aún con la memoria in­tacta. Nada reclamo. Soy tal vez un fantasma que recuerda el grosor de las marcas de su ros­tro y manos. Marcas tontas, pero bien habidas. Ranuras que hoy se llenan de un inmenso oleaje mientras mi velero parece avan­zar por las aspas de ese mar que no va a ninguna parte.

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