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LA CRISIS DEL CORONAVIRUS

El mundo real ha muerto, viva el mundo real

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Bierna González HarbourMadrid (El País)

Cuando vi­víamos en el mundo físico real, en esa era que aho­ra parece tan lejana, nos refugiábamos acaso de­masiado en el virtual, y ahora que estamos obli­gados al virtual, quere­mos volver corriendo al físico. En un momento de confinamiento forzo­so, lo virtual se expande, pisa firme, nos sirve ex­traordinariamente y se consolida en una socie­dad que ya alertaba de su peso excesivo, pero que se ve obligada a rendir­se, al menos momentá­neamente, a la pantalla y el teclado. La crisis del coronavirus nos pilla con un sistema de relaciones virtuales muy engrasado frente a las relaciones fí­sicas menguantes en esta era de redes sociales y co­nexión constante.

Pero la victoria es solo momentánea. La excesiva dependencia a la que nos hemos visto obligados nos ha hecho añorar repenti­namente un contacto más físico en el que no basta un mensaje de WhatsApp si­no una relación que vuel­va a pasar por los sentidos: el visual, con videoconfe­rencias que hasta los más torpes estamos practican­do, o el oído que nos permi­ta escuchar y captar la voz en un grado de empatía ob­viamente superior a lo es­crito. El aumento de llama­das telefónicas desde el fijo (134%, según cifras de Vo­dafone el pasado lunes) o el crecimiento general del tráfico de voz (84% el fin de semana, según Telefóni­ca) nos ha devuelto a la rea­lidad de una necesidad hu­mana a veces postergada por la velocidad en que vi­vimos.

“Estos tiempos de turbu­lencia y peste nos llevan a recuperar las llamadas te­lefónicas. Nos estábamos relacionando a un nivel de WhatsApp, tac, tac, rápi­do, rápido, y la gente ha vuelto a descubrir el telé­fono, está feliz hablando sin parar”, dice la filóso­fa Amelia Valcárcel. “De repente estamos en una situación que no pensá­bamos ver, metidos en la irrealidad, como si el mundo se hubiera dete­nido, y es una experien­cia que no teníamos. Y quiero creer que nos va a venir bien. Estábamos corriendo mucho y pro­bablemente volveremos a correr, pero esta expe­riencia quedará encapsu­lada y nos servirá para to­mar la medida mejor a lo que es importante”.

La misma línea defiende el ensayista César Rendue­les, autor de Sociofobia: el cambio político en la era de la utopía digital (Capi­tán Swing), que subraya la dependencia que esta situación pone en eviden­cia: “Estamos comproban­do precisamente que de­pendemos de cosas muy poco virtuales: no solo de médicos, sino de repone­dores del súper, de trans­portistas, de cuidadores de niños. Y así nos damos cuenta del carácter ficticio de esa centralidad que he­mos dado a lo digital”, re­flexiona Rendueles. “Vivi­mos en una burbuja digital en la que todos tuiteamos obsesivamente, y claro que ahora puede facilitar las cosas en forma de tele­trabajo, pero de lo que de­pendemos en realidad es de otras cosas”.

Los niños que confor­man ya la generación de las pantallas, con tabletas casi desde la cuna, en opi­nión de Rendueles, “van a quedar hartos del móvil, necesitan jugar en el exte­rior. Cuando termine el en­claustramiento veremos las repercusiones, habrá ansie­dad, temor a los contactos, pero los niños se van a so­breponer y van a preferir el parque”.

Un campo de pruebas

Pero hay dos planos dife­rentes en esta reflexión so­bre lo virtual y lo físico: uno es el que afecta a las rela­ciones y otro el que afecta al trabajo. Y en este, todo el potencial que gracias a la tecnología y la interco­nexión podemos desple­gar es también un campo de pruebas inédito de con­secuencias que pueden ser muy positivas.

“Lo único bueno que se puede decir de esto es que va a ser un experi­mento imposible en otras circunstancias sobre las posibilidades del alcance del teletrabajo”, reflexio­na Marta Peirano, ex­perta en redes e Internet y autora de El enemigo conoce el sistema (Deba­te). “En ningún otro con­texto sería posible hacer un experimento así, que el Gobierno obligara a las empresas a facilitar el te­letrabajo y que pudiéra­mos estudiar su efecto en tráfico, contaminación, transportes. Y por fortu­na nos ocurre con estas estructuras en marcha”.

Pero al mismo tiempo, según Peirano, hay ries­gos: “Va a profundizar mu­cho la brecha digital. Man­damos a los niños a casa con protocolos digitales, ¿y qué ocurre con la po­blación que no tiene cable, con quienes no tienen Inter­net?”

Otro de los riesgos es el de la excesiva depen­dencia de las redes, que ya Byung-Chul Han, el fi­lósofo de origen coreano profesor en Berlín, puso en la diana en La sociedad de la transparencia (Her­der). “Habrá muchos per­dedores de esta crisis, pe­ro también beneficiarios. Las plataformas digitales harán su agosto y su va­lor es en datos, no en co­nexiones”, dice Peirano. “Y si Internet es un recur­so crítico, el Gobierno de­bería garantizar que todos los niños puedan tener­lo para ir a clase virtual y que todos los pacientes en los hospitales puedan reci­bir visitas virtuales”. La ex­perta recuerda lo ocurri­do en Puerto Rico, cuando Facebook garantizó la co­municación “que no podía garantizar el Gobierno. Si la única opción para tener datos o Internet es Facebo­ok, ya no podemos elegir”.

A la vez, esta crisis, di­ce Peirano “nos permite estrechar lazos con gen­te más cercana”. “He tar­dado tres días en darme cuenta de que si abro la ventana, me veo con una vecina con la que me re­laciono por WhatsApp. Tu comunidad verdadera no es la del WhatsApp, si­no los que se han queda­do contigo. Como si fuera un incendio o una inun­dación, tu comunidad es la que lo sufre contigo”. Lo más arriesgado, co­inciden todos, es prestar credibilidad en las redes a “todos los que de repen­te parecen doctores en biología y lo saben todo”, dice Rendueles.

“Hegel decía que las grandes catástrofes produ­cen pureza, nos dicen lo que es importante y lo que es pasajero”, concluye Amelia Valcárcel. “Cuánto nos va a durar la fortaleza es una in­cógnita, pero de momento la gente está llamando a su familia, a sus amigos, pone en orden las cosas. Y esto es curioso y bueno”.

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