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Enfoque

Una reflexión a tiempo por paz y convivencia

Los dominicanos componemos uno de los pueblos más politizados de América y eso, al tiempo de parecerme bueno porque evidencia que entre nosotros existe un alto interés en esa disciplina social que directa o indirectamente nos afecta a todos, al mismo tiempo, me parece malo, porque la historia nos recuerda que nuestra gente, de forma automática, a todo lo que ocurre en nuestra tierra, le pone un sello político y ese comportamiento siempre nos hace ver las cosas a través de un prisma que revela el color más parecido al partido político al que pertenecemos o por el que sentimos mayor atracción.

Soy dominicano por los derechos que me confieren la Constitución y las leyes de la República, pero agrego que soy dominicanista de los del grupo que anhela y sueña con un país enmarcado dentro de parámetros institucionales que permitan que todo funcione del modo más correcto, al margen de quien nos gobierne. Es por eso que me permito hacer el siguiente comentario:

Conozco a la mayoría de los jueces que componen la actual Junta Central Electoral y pienso que, igual que yo, nadie pone en dudas la seriedad, la respetabilidad y la honorabilidad que les orlan. Sin embargo, las recientes leyes evacuadas por el Congreso Nacional y promulgadas con mucha celeridad por parte del Poder Ejecutivo, sin la debida revisión y sin tomar en cuenta las gravísimas incongruencias, inconsistencias y hasta la poca posibilidad de aplicación que tienen los dictados de algunos de sus articulados, deberían preocuparnos.

La razón es muy sencilla: la Junta Central Electoral y sus jueces arbitran el torneo de la guerra de intereses más cruenta y difícil que enfrentan los países: la lucha por el poder político, cuyas pasiones, en ocasiones se desbordan tan irracionalmente que conducen a enfrentamientos de consecuencias y resultados impredecibles.

A diferencia de quienes entienden que a los jueces de la JCE los estamos sometiendo a pruebas, pienso que los estamos enviando a un horno de altísimo calibre calorífico del que podría salir achicharrado un grupo de personas, cuyas trayectorias así como sus vidas públicas y profesionales valoramos todos, luego de que las inobservancias de quienes debieron ser más cautos al parir esas leyes, los empujen a tratar de cumplir mandatos pocos manejables y pocos reglamentables, a los que sumamos la aplicación de plazos fatales extremadamente cortos.

No olvidemos que la Junta Central Electoral emite resoluciones y que esa clase de documentos, dentro del orden jerárquico de las leyes, resulta inferior a éstas. Esto significa que una resolución no está en capacidad de modificar el mandato de una ley. Entonces, ¿cómo enmendar a golpe de resoluciones los errores que los miembros de la Junta han recibido en envoltura de leyes? Además, debemos recordar que la nueva ley electoral, de manera taxativa prevé que sus preceptos derogan cualquier disposición que le sea contraria. Aún así, hay muchos que esperan ver a los honorables jueces de la junta, resolutando contrario a los desaciertos de esas leyes.

¿Por qué tirar la probidad de estos señores a una hoguera cuando sabemos que podrían quemarse y sobre todo, cuando sabemos que estamos a tiempo de evitarles dificultades a ellos y a la nación con solo corregir los desaciertos, que a todas luces, hemos advertido en las benditas nuevas leyes? ¿Es que, acaso, no recordamos los enfrentamientos que ocurren alrededor de los resultados de las elecciones cada cuatro años y que éstos se dan dentro de un marco legal con menos contradicciones que las evidenciadas en estas dos nuevas leyes?

¿Acaso no vivimos pidiendo a gritos la presencia de gente seria en los cargos de envergadura? Ahí están ellos. Ahí los tenemos. ¿Por qué poner en sus manos la solución a desaciertos cuyas responsabilidades son ajenas? Ojalá no estemos tarde para enmendar esos entuertos y evitar con ello, echar más leña a un fuego, cuya volatilidad conocemos.

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