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Pero, ¿quién o qué es el enemigo?

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Ricardo Pérez fernández | ECONOMISTA Y POLITÓLOGOSanto Domingo

Ya lo había establecido de manera lúcida y elocuente Umberto Eco. En una conferencia dictada en la Universidad de Bolonia en mayo de 2008, el filósofo y experto en semiótica, deleitó a su público desarticulando y desembrollando el concepto del enemigo; la necesidad de su existencia, y en su defecto, de su construcción; su evolución en el tiempo, en forma y fondo, y de lo imprescindible que resulta su presencia en el imaginario colectivo cuando se intenta instalar alguna narrativa, o cuando se quiere motivar a acciones específicas.

En el tiempo, el enemigo ha detentado distintos estadios y morfologías, puesto que este ha sido, y puede aún ser, alguna persona física o una comunidad de estas, pero también puede ser una idea, un fenómeno social o natural, o un conjunto de normas. Siendo esto así, el enemigo ha sido Atila el de los Hunos, o Hitler el de los nazis, pero también lo ha sido el comunismo, el capitalismo, el machismo y el Islam.

El enemigo puede ser interno o externo, pero indistintamente, su proceso de construcción agota el mismo recorrido y presenta las mismas características: el enemigo se asocia con aquello que rechazamos, con lo que desconocemos, con lo que nos resulta manifiestamente opuesto, con lo que desafía las costumbres que norman nuestras vidas; con lo feo, si nos creemos bonitos, o con lo negro, si nos creemos blancos.

Hemos necesitado y siempre necesitaremos de un enemigo, por razones que, aunque no asimilemos con claridad y orden, casi todos podemos entender: el enemigo reafirma y fortalece la identidad y el sentido de pertenencia de la comunidad que lo enfrenta, y como bien explicaba Eco, también nos brinda la oportunidad de demostrar la preeminencia de nuestro sistema de valores sobre aquel del enemigo, y en ese proceso, autodemostrarnos que poseemos el valor y la gallardía para enrostrárselo.

En geopolítica y en el campo de la estrategia militar, la utilidad de construir la figura del enemigo es muy evidente, pero en política lo es aún más. Y en el terreno electoral, resulta prácticamente imposible un triunfo resonante o una campaña memorable, sin que en las antípodas del conjunto ganador, haya quedado mancillado y revestido del polvo de la derrota, un enemigo bien definido.

Identificando al enemigo Desde hace algunos años, ha sido cada vez más difícil identificar, en el terreno electoral, la figura del irremplazable enemigo. Naturalmente, no es que este haya dejado de existir, es que el proceso de “complejización” de nuestras sociedades ha transformado lo que era un ejercicio lineal, en uno sinuoso e intrincado.

¿Por qué ha surgido electoralmente el neofascismo en toda Europa? Es decir, ¿cuál ha sido el enemigo que lo ha engendrado? ¿los flujos migratorios provenientes de Oriente Medio y África? ¿la lenta recuperación económica a raíz de la crisis global de 2008? ¿el reinado de corrientes ideológicas de Centro-Izquierda?

Para cada una de las posibilidades planteadas anteriormente, como respuesta a la interrogante original, existen ejemplos y pruebas de lo contrario, lo que hace improcedente expresar con honestidad intelectual, que a esta existe una respuesta definitiva.

El fenómeno Trump en Estados Unidos nos presenta el mismo desafío. ¿Qué explica su surgimiento y consolidación electoral? ¿las consecuencias de la crisis financiera de 2008? ¿los Clinton y Obama como enemigos jurados? ¿la percepción de pérdida de preeminencia social de los estadounidenses blancos versus los demás? ¿las secuelas en el sector de los trabajadores de la globalización, el libre comercio y la revolución tecnológica? ¿el hartazgo que provoca observar una corrección política que nos prohíbe expresar abiertamente nuestros prejuicios y verdaderos sentimientos?

Aquí tampoco hay respuestas claras. La recuperación económica inició con Obama y esto no importó; Clinton obtuvo más votos y Obama sigue siendo la figura política más popular de su país, y esto no importó; los caucásicos dicen mayoritariamente (en encuestas) no preocuparse por el proceso de mestizaje de su nación, y el empleo se expande a pesar de los daños irreversibles de la globalización y la tecnología. Así pues, tal como en el caso del resurgimiento de la derecha troglodita y recalcitrante de Europa, para el fenómeno Trump tampoco podemos identificar, con certeza definitiva, la figura del enemigo que describe Umberto EcoÖ y luego llegamos al caso de Jair Bolsonaro en Brasil, donde aún se están formulando preguntas sin ningún tipo de respuestas.

Bolsonaro contra quién o contra qué ¿El antipolítico? Ilógico, luego de 28 años como diputado federal. ¿Símbolo de la anticorrupción? Le ayuda que es y siempre ha sido antagónico al Partido de los Trabajadores, sin embargo, su principal asesor financiero está siendo investigado por fiscales federales por defraudación de fondos de pensiones de varias empresas estatales, y él mismo ha sido cuestionado por la utilización de algunos incentivos a los que tenía derecho como diputado, pero que resultan incompatibles con quien entiende que el Estado, con sus instituciones y sus beneficios e incentivos, deben ser reducidos a su mínima expresión. No se le acusa de robar nada, pero tampoco exhibe la trayectoria pura y virginal del tipo que abreva de las olas de la anticorrupción.

Lo que sí sabemos a ciencia cierta de Bolsonaro es que es indecente, xenófobo, racista, misógino, violento, ensalzador de la dictadura militar que gobernó su país, y naturalmente, neo-fascista.

A pesar de ello, Bolsonaro y su Partido Social Liberal superaron en más de 18 millones de votos a Fernando Haddad, exalcalde de Sao Paolo y candidato del PT del encarcelado Lula y de la doblemente derrotada Dilma Rousseff. Y aunque los estudios de opinión demuestran, de manera transversal, que al momento de elegirlo ganador de la primera vuelta de estas elecciones predominó la teoría del mal menor, y la de que “al menos este no es ladrón”, sigue deslumbrando el hecho de que casi 50 millones de brasileños decidieron depositar en él el futuro de sus vidas y su país.

Católicos y evangélicos (estos últimos en mayor proporción) le favorecieron. Jóvenes, a lo largo y ancho de todas las subclasificaciones, le votaron; hombres y mujeres de clase media baja en adelante y con mayores niveles de educación, por igual. El poder económico y los mercados, todos, han reaccionado favorablemente a su probable elección como Presidente de Brasil en segunda vuelta. Uno de sus hijos resultó el diputado más votado de toda la historia; otro pasó a ser senador por el estado de Río de Janeiro.

Lo logrado por Jair Bolsonaro hay que intentar contextualizarlo, porque a partir de este, se derivan una serie de interrogantes que trascienden un simple torneo electoral, y que abren una discusión intelectual tan desafiante como importante.

¿Gana Bolsonaro por hartazgo ante la corrupción? Si fue así, ¿podemos entonces concluir que la anticorrupción ostenta mayor valor jerárquico para los brasileños que el respeto hacia las mujeres, que la sujeción a las leyes y al debido proceso; que el respeto a la democracia, y las consecuencias de una brutal crisis económica?

Entonces, ¿debemos concluir que entre los brasileños genera más rechazo la corrupción que la xenofobia, el racismo y la violencia? ¿Es esa la conclusión correcta?

En relación a lo planteado por Umberto Eco, en cuanto a la sempiterna necesidad de construir al enemigo, Bolsonaro demarcó sus objetivos de destrucción y escarnio: la corrupción, Lula y su PT, y el trasfondo ideológico de ambos (no olvidemos cuantas veces ha despotricado contra el comunismo). Pero, en ese mismo marco ¿queda claro quién o qué es el enemigo? En Europa y Estados Unidos, académicos y analistas, aún tratan de entender. Lo de Brasil, es y será, al menos en el corto plazo, un reto sin conclusión visible. El enemigo sigue existiendo, eso no lo dudamos, lo difícil en estos tiempos es lograr señalarlo con certidumbre y exactitud.

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