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ENVEJECER CON PENA

La prisión en la tercera edad

ANTONIO MARTÍNEZ, DE 85 AÑOS DE EDAD, LLEVA SEIS AÑOS EN RECLUSIÓN POR HOMICIDIO.

Antonio Martínez

Antonio Martínez

“Preso uno no está bien”, afirma Antonio Martínez desde el centro donde está privado de libertad, a sus 85 años de edad.

Lleva seis años en presidio. Ingresó cuando tenía 79 años de edad. Fue condenado, por homicidio, a 15 años de reclusión y a 15 en un asilo.

Ahora guarda prisión en el Centro Especial para Envejecientes, de Haras Nacionales, en La Victoria.

Desconoce a qué hogar irá cuando salga del centro. Solo sabe que está completando los 15 años de encierro, pero cree, o al menos abriga la esperanza, de que después lo enviarán a su casa.

“Tiene que ser para mi casa, porque pa`dónde me pueden mandá, ya un viejo que no trabaja y que no hago de na’ ”, comenta.

Dice que después de entrar a prisión no ha podido dar un golpe. Ahora aconseja a la gente evitar incurrir en errores que les pueda llevar a un penal, porque, insiste, “nunca uno preso está bien”. Lamenta la tragedia que lo llevó a la cárcel, pues ahora razona que debió haberlo evitado. Es el recluso de mayor edad en el centro especial de Haras Nacionales.

Antes de caer preso trabajaba agricultura, pero ahora, asegura, a su edad ya no puede realizar esa actividad.

En su natal Yamasá incurrió en el delito de homicidio, por lo cual, primero, lo enviaron a la cárcel de Monte Plata, donde duró más de cinco años.

Tiene 11 hijos. Algunos lo visitan los sábado. Padece de dolores en los riñones, pero expresa que cuando presenta ese malestar va al dispensario médico, donde lo medican, y se mejora.

El caso de Martínez pone al desnudo la angustia de permanecer privado de libertad en la última fase de la vida.

En el país, unos 154 adultos mayores, con edades de entre 60 y 85 años, guardan prisión en diversos centros de corrección.

Cumplen penas de entre 20 a 30 años de prisión.

Algunos llegaron a la cárcel en edad avanzada. Otros envejecieron allí. Por lo general sufren de hipertensión y diabetes.

La Ley 352-98 sobre Protección de la Persona Envejeciente considera un ciudadano en esa etapa a toda persona de 65 años, o de menos, que debido al proceso de envejecimiento, experimente cambios progresivos en el ámbito psicológico, biológico, social y material.

Ansía libertad Rafael Arístides Matos, de 66 años, está deseoso de recobrar su libertad. Confiesa que le ha ido mal durante el tiempo que ha estado en prisión.

“Yo lo que quiero es irme de aquí”, enfatiza Matos, quien lleva la cuenta del tiempo que le falta. Asegura que terminará su condena el 26 de septiembre del próximo año, pese a que, según se informó, padece trastornos mentales.

Nativo de Duvergé, lleva 14 años en reclusión cumpliendo una condena de 15 años. Solo le falta uno pra recobrar su libertad. Saldrá a pena cumplida.

Primero estuvo en la cárcel La Victoria de donde fue trasladado al centro especial para envejecientes de Haras Nacionales.

Aunque sabe que ahora está en un lugar con mejores condiciones y reconoce que lo tratan bien, no le interesa hacer comparaciones. Y cuando se le pregunta cómo se siente en ese nuevo ambiente, recalca, bajo sollozos: “Yo lo que quiero es cumplir mi condena para irme de aquí”.

Tiene 8 hijos y 12 nietos. Prefirió que estos no fueran a visitarlo cuando estaba en La Victoria, para alejarlos de ese ambiente. “Ellos iban a la Victoria, pero yo le dije que no fueran, porque hay mucha gente fresca ahí”, dice.

Además, manifiesta que el ambiente en La Victoria es paupérrimo. Recuerda que tenía que entrar a su alojamiento a las 3 de la tarde.

Recibe una pensión de una institución pública donde trabajó. Dice que cuando salga de la cárcel se internará en una clínica, pues afirma que tiene “un seguro full”.

Aunque accedio a narró su situación, no quiso se le tomaran fotos. Cuando era enfocado, evadía y se ocultaba. Nicolasa Zapata no pudo contener las lágrimas. A sus 63 años está privada de libertad en el centro de corrección Sabana Toro, de San Cristóbal. La tristeza se apoderó de ella cuando narraba que no pudo estar junto con sus hijas ni con su madre en los momentos en que éstos más la necesitaban, porque estaba privada de libertad.

Condenada a 20 años de prisión, de los cuales ha cumplido 12, recuerda con nostalgia que no pudo asistir al funeral de su madre, y que además cuando falleció tenía 10 años que no la veía.

“Mi mamá murió estando yo presa”, enfatiza. Y de inmediato comienza a llorar, afectada por la tristeza que le embarga por esa situación.

Cuenta que tiene una hija que está enferma, con complicaciones graves que han ameritado ser sometida a varias cirugías, a la cual tampoco ha podido ver ni ayudar.

En esos momentos, comenta, es que anhela su libertad.

Trata de aplacar la ansiedad de estar con sus hijos manteniéndose ocupada, trabajando, tejiendo, leyendo la biblia, orandoÖ, en fin, realizando diferentes actividades, para no pensar en el tiempo que le falta.

“No me siento bien. Me siento ansiosa de estar con mis hijos, de verlos, de enseñarles cosas que he aprendido aquí, enseñarles el camino correcto”, sostiene.

Manifiesta que el Señor le ha dado fuerzas para mantenerse de pie. Espera ser beneficiada con la libertad condicional, porque ha cumplido más de la mitad de la pena y se ha preparado.

Expresa que en los momentos en que se ha “desplomado” ha encontrado el apoyo del personal del centro y de las demás internas.

Experiencia amarga Marta Gobaira, de 60 años, disipa el tiempo en prisión elaborando objetos con materiales reciclados, lo cual aprendió en la misma cárcel.

Lleva 10 años y cuatro meses recluida, de una condena de 20 años. Sufre de diabetes y tiene una lesión y un desgarre crónico en la columna que le impide levantar objetos u otras cosas pesadas. Estas enfermedades las comenzó a padecer después de su ingreso a prisión.

Ahora está en Sabana Toro, un centro abierto que le permite salir a realizar labores sociales y comunitarias. Antes estuvo tras las rejas en Najayo.

No obstante las enseñanzas que ha recibido y los cursos realizados, la prisión ha constituido para ella “una experiencia amarga”.

“Porque estar separada de mis hijos, cuando los he levantado sola, cuando los he encaminado y las circunstancias que se presentan cuando uno no está a la cabeza, es una experiencia amarga ”, lamenta. Tiene 5 hijos y 14 nietos que le visitan cada uno o dos meses, por las precariedades económicas. Cuenta que una de sus hijas está en estado de salud grave. “Mi hija está en un estado de vida o muerte; está en un proceso de parto de alto riesgo, donde se va a hacer una cesárea prácticamente a vida o muerte; es el momento donde uno quiere estar como madre y que ellos sientan que si uno está ahí todo va a estar bien”, indica.

Se dedicaba a la venta de pan, supliendo colmados, con lo cual mantenía a sus hijos como madre soltera. Consciente de que la prisión la separó de sus hijos, recomienda a las personas que se integren más a sus hijos y a sus familias, que se dediquen a encaminarlos, “porque se sabe lo que pasa hoy, pero no lo que pasará mañana”. Y agrega: “Si yo no hubiera dedicado mi vida a mis hijos yo me hubiera muerto en la cárcel, porque gasto mucho de medicina en lo que estoy privada de libertad; son ellos los que ayudan”, dice.

Un sistema melancólico “Yo he sufrido mucho, he padecido mucha enfermedad aquí dentro”, dice Roberto Mota Segura, de 63 años, y 21 en reclusión. Cumple una condena de 30 años, por homicidio.

Sostiene que estar preso es un sistema melancólico, aunque dice que está resignado a enfrentar las consecuencias de su error. “Yo me siento conforme, porque en realidad hay que tener valor para todo, porque si cometí mi error estoy pagando un precio por ese error”, agrega.

De Fundación, Barahona, añora el pescado con coco, lo cual no come desde que está preso. Recuerda los días que pasó en La Victoria, antes de ser trasladado a Haras Nacionales. “En la Victoria, todo el que entra tiene que convertirse en fiera, porque si no se lo comen los más rápidos”, afirma. En esa cárcel lo atracaban para quitarle el dinero que producía, por lo que, manifesta, tuvo que aprender a sobrevivir.

Su esposa murió cuando él ya tenía 10 años en la cárcel y no pudo asistir a los actos fúnebres. Sus dos hijos no van a verlo, pero dice que le mandan dinero. “Mi reflexión yo la tengo desde hace mucho: meditar cuando uno da los pasos al revés; en realidad los fracasos no son buenos”, concluye.

Roberto Mota Segura, de 63 años.

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