TRANSFORMACIÓN
Se caen las rejas del miedo en barrios eran inseguros
SOBRESALEN LOS DENOMINADOS COMITÉS BARRIALES QUE TRABAJAN JUNTO A COMUNITARIOS E IGLESIAS
El Túnel, La 42 y La Cañada de Eloísa eran, hasta hace unos años, los tenebrosos corredores de la muerte que hacían de los barrios Capotillo, Gualey y Las Cañitas una tierra de nadie. Sólo de los criminales. En esas trampas mortales cayeron de noche, asesinados, muchos ciudadanos inocentes pero también pandilleros de las bandas Los Menores, Los Morenitos o la de “Los 12 Discípulos”, unos víctimas de atracos, otros de la guerra que libraban los narcotraficantes o los delincuentes de toda laya para controlar esos “territorios”. Por esos lugares la dinámica del vecindario se terminaba a la seis de la tarde. A esa hora comenzaba una especie de “toque de queda” barrial. La gente se encerraba en sus casas, protegidas por rejas, con ventanas y puertas cerradas, y aun así a menudo se registraban muertes por balas perdidas, por proyectiles que perforaban los techos de zinc o de frágil madera, fruto de los tiroteos entre pandilleros. Ante ese cuadro de peligrosidad y de riesgos, la Policía y los agentes anti-drogas tenían años que no podían penetrar hasta esas reconditeces. Pero las cosas han cambiado de un tiempo hacia acá, desde que se implantó el programa conocido como Barrio Seguro, que es casi una réplica del exitoso proyecto que se aplicó en Bogotá y otras capitales latinoamericanas para enfrentar el creciente auge de la delincuencia juvenil y el narcotráfico, y, al mismo tiempo, el de la pobreza incubada e hinchada en esos sectores. Soy testigo del cambio, pues en mis tiempos de reportero era usual que a cada rato estuviésemos metidos en los laberintos de esas barriadas recogiendo datos de las víctimas de la delincuencia o de la persecución política que no conoció fronteras en los 12 años de Balaguer, o cubriendo protestas de los moradores, siempre matizadas por pedreas y disparos. En muchos casos tuvimos que ayudar a levantar cadáveres para llevarlos al Morgan porque los vecinos, atemorizados, no se atrevían a curiosear para identificar los cuerpos baleados que yacían en los contenes, callejones o en medio del pavimento de las calles. Pasé esta semana por aquellos lugares con la intención expresa de observar qué cambios se habían producido. Me acompañaban dos periodistas y el general policial Juan Brown, jefe del programa. En un vehículo privado, solos y desarmados los cuatro, recorrimos durante casi tres horas las calles de esos tugurios; pisamos lodo, bajamos y subimos por escaleras deformes, entramos a callejones oscuros, soportamos el vapor caliente del hacinamiento y el vaho permanente que producen las basuras acumuladas cerca de las cañadas, y noté algunas diferencias que llamaron mi atención. ConfianzaLas rejas de las casas y los comercios ya no están cerradas con candados, sino abiertas de par en par. Primera señal de que no hay percepción de amenazas o peligros. Segundo, los colmados, farmacias, salones de belleza, barberías y talleres, que antes operaban bajo rejas y despachaban a los clientes desde adentro, se han liberado del miedo. Por donde quiera que uno cruce ve mucha gente, aun en áreas sin energía eléctrica. Se ven hombres jugando dominó, ancianos sentados en mecedoras y sillas en los frentes de sus casas, muchachas tomando cerveza y escuchando música y recibiendo piropos de los que entran en automóviles, chicos jugando baloncesto en canchas improvisadas o tirando a los tableros que les ha colocado el Ministerio de Deportes y el Ayuntamiento del Distrito Nacional; jóvenes con cachuchas ladeadas exhibiendo el brillo de estampas psicodélicas en sus t-shirts o haciendo ademanes de que bailan ritmos modernos al conjuro de los discos compactos que reproducen en unas potentes bocinas, adultos bebiendo o mirando televisión en los bares y colmadones o en las bancas de apuestas, o gente de fe rezando y dando alabanzas en los templos. Algo que llamó mi atención fue ver, a las 9:30 de la noche, un cuartucho dentro del cual había una profesora dando clases a cerca de 15 niños del sector. Vigilancia En cualquier momento del día o de la noche pasan los “topos”, unos policías vestidos de negro, con chalecos antibalas y cascos negros, que caminan en fila india, cinco de un costado y cinco del otro entre las callejuelas. Los muchachos o los adultos los saludan con cortesía, porque ya los conocen. Aparte de estos “topos”, en algunas esquinas se ven parejas de policías con uniformes grises y chalecos antibalas, y en lugares estratégicos carros o camionetas patrulleras o agentes en motocicletas. El general Brown abre el cristal del vehículo y eso permite que, en cualquier rincón o lugar que pase, la gente lo identifique y lo salude animadamente: “Qué dice el Comando”, “mi general”, “Brown, recuérdese de lo mío”, y el general suele detenerse donde hay grupos más nutridos y les pregunta cómo marchan las cosas en los barrios. Allí funcionan los comités barriales que, trabajando estrechamente con las organizaciones no gubernamentales y las iglesias, canalizan sus preocupaciones sobre la delincuencia al programa de Seguridad Democrática, y en base a esa unión de esfuerzos ha podido implantarse una atmósfera de tranquilidad, de trabajo, de mayor seguridad y de apertura a nuevas obras, como escuelas, centros comunitarios para manualidades o tareas utilitarias, dispensarios y parques. La gente se siente identificada con el plan y habla bien de él. Se ha creado un ambiente de coexistencia armoniosa. Los topos o las patrullas policiales no atemorizan a los buenos, sino a los malos del barrio, que han entrado en reflujo, lucen con sus pandillas desorganizadas o diezmadas, no dominan ya los callejones de la muerte porque El Túnel está iluminado, la calle 12 también y en la calle Magnolia, de Las Cañitas, que antes era prácticamente la tumba de muchos, hoy es punto de reunión de los vecinos. Una señora ha instalado un puesto de frituras, otra ha abierto un colmado y la vida normal se hace sentir. Un policía apreciadoEl general Brown parece conocer a todo el mundo. O todo el mundo lo conoce a él. Se siente tan seguro como el nombre del barrio que camina todas las semanas por los lugares que antes no podía nadie imaginar que cruzaría un policía, y lo hace desarmado para acentuar el carácter de policía comunitario que inspira a los hombres bajo su mando, lo que no quita que, cuando se trata de enfrentar a delincuentes, la acción sea eficaz y enérgica. Brown dice que la Jefatura policial y el Ministerio de Interior han puesto toda su fe en este programa y que la comunidad así lo ha sentido y está respondiendo con hechos patentes: la apertura de las rejas, la vida normal, los nuevos negocios y la estrecha relación entre autoridades y comunitarios. Vi muchas pruebas de esto en el recorrido. Al final, nos encontramos con Doña Elvira, una simpática anciana que vive de preparar comidas para cenar a las patrullas. De madrugada cuela café y té. Esa noche se quejaba de que le ordenaron unos servicios y la patrulla le había dejado la cena lista, sin consumirla. No obstante, le guiña un ojo al general, le pasa maternalmente las manos al uniforme negro del oficial y le entrega, cariñosamente, una fundita arrugada con cuatro mentas. “Eso se lo guardé con mucho amor para usted solito, pero como ahora lo veo con acompañantes, por favor, repártalas, no venga a ser que le digan come-solo”. Las rejas de las casas y los comercios hoy no están cerradas. Están abiertas, como señal de que se sienten más protegidos.