"One Battle After Another" es tan moderna: desconfía del panfleto y confía en el cine como lenguaje
¿Se permite el exceso? Por supuesto. "One Battle After Another" es un carrusel genérico —acción, sátira, thriller, melodrama— que abraza la hipérbole y a veces se pasa de rosca
En esta imagen, publicada por Warner Bros. Pictures, muestra a Leonardo DiCaprio en una escena de “One Battle After Another”.
¿No están cansados de pelear? Paul Thomas Anderson lanza la pregunta y, acto seguido, te arrastra por una cinta que vibra con electricidad política, deseo, comedia absurda y tragedia íntima.
"One Battle After Another" toma el terreno sembrado por Pynchon en Vineland y lo reescribe con rabia juguetona: una épica del desorden que parece comentario del 2020-y-pico sin pronunciar jamás MAGA o Antifa.
El truco —y la virtud— está en cómo Anderson yuxtapone tiempos, texturas y referencias —de The Battle of Algiers a los pecados fundacionales— para recordarnos que las luchas cambian de uniforme, no de ADN. Hemos estado peleando desde siempre; la película solo mueve el espejo.
La primera secuencia entra como si fuese el clímax: French 75 irrumpe en la frontera, libera migrantes y humilla al coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn) en un encuentro que combina violencia y sexo con un filo incómodo.
Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) es un terremoto con nombre de cóctel y filo de navaja: furia política y hambre carnal en un mismo gesto. Lockjaw queda frito desde ese minuto, atrapado entre su racismo y su deseo de controlarla.
El impulso psicosexual —más que la “ley y el orden”— es el motor secreto que encadena la persecución.
Corte a dieciséis años después. Willa (Chase Infiniti) es adolescente y Bob (Leonardo DiCaprio), ex guerrillero, es ahora padre paranoico con bata ajada y un porro a medio acabar.
La revolución siguió sin él; su misión inmediata es otra: mantener a su hija a salvo mientras Lockjaw estrecha el cerco.
Deandra (Regina Hall) activa protocolos de exfiltración que parecen salidos de un manual clandestino; un sensei improbable (Benicio del Toro) convierte el punto de encuentro en un chiste sobre contraseñas olvidadas.
Me gusta cómo respira ese tramo: incluso cuando Bob se sienta a fumar, hay un pulso nervioso que nunca se suelta. Michael Bauman filma el movimiento sin pirotecnia; la cámara no presume, acompasa. Y Jonny Greenwood compone un score que es casi un electrocardiograma: una tecla de piano martillada, ráfagas felinas, un rumor de alarma que no sabes de dónde viene pero te habita.
DiCaprio trabaja en la frecuencia correcta: no es el comandante mítico de la causa, es un tipo que equilibra lealtad política y paternidad.
Sus escenas con Infiniti sostienen la película: sin ese vínculo, no hay corazón; sin corazón, no hay riesgo. Regina Hall cumple con precisión de mecanismo y Teyana Taylor incendia la pantalla cada vez que aparece: su salida deja un vacío energético que la película reconoce y asume.
El que se instala en la cabeza —quizá porque pisa con idéntica convicción el borde entre lo risible y lo trágico— es Sean Penn. Lockjaw es caricatura y verdad simultáneamente: mandíbula apretada, músculos de poder institucional y la fragilidad patética del niño que ansía pertenecer al club secreto de supremacistas con blazer y whisky caro. Su obsesión no es solo castigar; es reescribir su humillación con tinta de mito.
Ahí asoma el tema mayor: "One Battle After Another" es una película sobre la borradura. Lo que no enseñamos de Franklin, lo que descolgamos del museo, lo que convertimos en mito para barnizar el horror.
"ONE BATTLE AFTER ANOTHER". TRAILER.
Anderson no sermonea; incrusta la conversación en la coreografía del entretenimiento. Por eso su resistencia —la misma que lo hizo adorar Terminator 2 cuando se esperaba reverencia por la solemnidad— es tan moderna: desconfía del panfleto y confía en el cine como lenguaje.
La acción aquí piensa; el montaje argumenta; el humor desplaza la moralina para que duela donde debe.
La puesta en escena construye un mundo deliberadamente anacrónico: autos ochenteros cruzan con modelos recientes; interiores fuera de tiempo; anuncios de otro siglo. La sensación es clarísima: no importa el año, la guerra cultural es un loop.
Anderson orquesta persecuciones que se niegan al ruido ya sabido —esa “persecución” deshidratada en carretera, mitad escondite mitad minimalismo— y, cuando quiere, abre el diafragma para tomar la ciudad como tablero de pánico: la huida con Del Toro es diseño de caos que respira, sube, baja, reacomoda. Greenwood, por su parte, veta el leitmotiv grandilocuente y elige la disonancia sostenida: su partitura suena a sirena interior, a nervio en llamas.
¿Se permite el exceso? Por supuesto. "One Battle After Another" es un carrusel genérico —acción, sátira, thriller, melodrama— que abraza la hipérbole y a veces se pasa de rosca.
Hay chistes que bordean la autoparodia (sí, el running gag de las contraseñas podría haberse podado) y un par de subtramas que merecían más oxígeno —sobre todo cuando la calle pide plano sostenido y no corte al punchline.
También hay una decisión estética detrás: elegir el vértigo como ética. En una época en la que el discurso pretende ocupar el lugar del cine, Anderson devuelve el cine al centro sin renunciar al discurso.
La película protege a sus criaturas sin convertirlas en santos. A Bob no lo dignifica: lo expone. Es torpe, cansado, amoroso. A Willa no la sube a un pedestal simbólico: la filma con cuerpo, con miedo y obstinación. A Lockjaw no lo demoniza —sería gratis—; lo humaniza lo justo para que su monstruo duela más. Y a Perfidia la mitifica porque necesita un mito: la chispa que el resto persigue como pueda.
El encuadre deja claro que la “gran historia” —la revolución, el estado policial, la limpieza del relato por comités de caballeros blancos— existe, pero que el cine aquí se decide en lo pequeño: una hija que se niega a ser pieza, un padre que tropieza y aún así llega, una comunidad que se arma de señales, no de discursos.
Técnicamente, la película es una lección de cómo mover tensión sin pirotecnia gratuita. Bauman compone planos que parecen pintura —esa primera vista del muro, solemne y brutal— y enseguida se quita del medio para correr con sus personajes.
Greenwood entiende que una nota bien puesta es más peligrosa que una orquesta entera. El montaje —nervioso, pero disciplinado— sabe cuándo frenar para que la pausa pese más que el golpe. Y la dirección de actores, quizá el músculo más subestimado de PTA, encuentra la verdad en registros opuestos: la farsa fatigada de DiCaprio frente al hierro quebradizo de Penn; el magnetismo volcánico de Taylor frente a la eficacia quirúrgica de Hall; la frescura asertiva de Infiniti que aterriza el melodrama en el presente.
Si hay un lamento, es la salida prematura de Perfidia: Teyana Taylor vibra a un voltaje que la película no siempre consigue replicar sin ella. También, en dos o tres pasajes, el humor erosiona el filo dramático justo cuando el golpe sistémico necesitaba quedarse un poco más. Pero la suma, incluso con esas grietas, es la de un cine vivo, con pulso, que se permite el juego sin perder el nervio. Un film que toma lo urgente —supremacismo doméstico de blazer y country club; la tentación de convertir verdad en mitología; la violencia estatal como trámite— y lo filtra por la gramática del espectáculo para que entre por los ojos y se quede en el estómago.
¿De qué va, entonces, One Battle After Another? De pelear, sí, pero no con eslóganes. De equivocarse y volver. De entender que las películas no cambian el mundo, pero cambian la forma en que toleramos —o no— sus mentiras.
Anderson, más humanista que nunca, entrega una cinta que zumba y se mueve y, a la vez, mira a sus criaturas con un cariño sin romanticismos. No es “una pérdida tras otra”, como sugiere el título invertido; es una batalla. Una por una. Aunque estemos cansados, toca seguir. Porque lo único que derrota a la borradura es la insistencia de la memoria: mirar, nombrar, repetir. Y eso, aquí, late como un tambor.

