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ENFOQUE

Ganas de llorar

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Lola SampedroMadrid, España Tomado de ABC

El otro día vi a un ex­traño llorar en la ca­lle. Estaba sentado en uno de esos bancos inhumanos que algu­nos ayuntamientos colocan para que las personas sin techo no pue­dan tumbarse a dormir ahí. Esos que tienen un separador, un repo­sabrazos, justo en la mitad. Era un hombre de unos 50 años y lloraba sin taparse la cara. Lloraba, pen­sé, sin que le diera vergüenza de­rramar lágrimas en la vía pública. No es la primera vez que me cru­zo con alguien que llora, pero sí la primera que veo hacerlo con tanta desinhibición, con tanta dignidad. Al menos eso me pareció a mí.

El momento me abrumó. Al prin­cipio dudé, quise pensar que lloraba de alegría. Yo lloro mucho más a me­nudo de felicidad que de tristeza. De hecho, me cuesta recordar la última vez que lloré desolada. Sin embar­go, aún tengo en mi memoria algu­nos momentos radiantes de mi vida que me sacaron las lágrimas. Algunos tan mundanos que me da pudor has­ta confesarlos, como cuando mis hijos eran pequeños y los llevábamos a la Cabalgata de Reyes. Cada año, al ver sus caras extasiadas, la felicidad me sobrepasaba y lloraba como una pla­ñidera. Yo le decía a mi hijo mayor, no te oyen, tienes que gritar más alto que quieres que te traigan una bicicleta. La primera que tuvo, el único regalo de Navidad porque era muy especial. Y él chillaba con todas sus fuerzas, con todo el esfuerzo del que era capaz. Se des­gañitaba ilusionado y sonriente mien­tras yo me derretía y me rendía ante mi llanto y lo dejaba salir allí, entre un pú­blico que por suerte tenía algo mucho mejor que contemplar que a una ma­dre llorona.

La naturaleza también suele abru­marme hasta llorar como un bebé de teta. Me ha pasado muchas veces, pe­ro quizá la que más recuerdo es aquel día en la Garganta del Diablo. Fui­mos a las cataratas de Iguazú y paga­mos eso que llaman la ‘excursión en gomón’, es decir, te llevaban en una especie de zodiac justo por debajo de donde cae toda esa agua salvaje. Soy una mujer de ciudad, los que me conocen saben que voy poco a na­da a la montaña. La única naturale­za que necesito de verdad y de forma permanente es el mar. Sin embargo, hay lugares que, como digo, me su­peran. La llorera que me entró en la Garganta del Diablo me duró du­rante un buen rato después de haber acabado la excursión. Algunos hasta se preocuparon y me preguntaron si me pasaba algo. Claro que me pasa­ba algo, era feliz y podía sentir en ese momento la felicidad de una forma superlativa.

Por esto que cuento quise pen­sar que aquel extraño lloraba de alegría, pero creo, aunque no lo sé con certeza, que aquel hom­bre estaba vencido. Había en su postura una derrota difícil de contar. A medida que pasaban los minutos, la tristeza se iba apoderando de su cuerpo y se le hundía el pecho. Lo sé por­que tomaba un café justo en la terraza de enfrente de ese ban­co y, aunque no quería mirarlo, lo miré. Pensé en levantarme, en ir y preguntarle si necesita­ba ayuda, pero me dio mucha vergüenza. Pensé que si fuera yo quien llorara así en un ban­co en plena calle no querría que nadie me interrumpiera. Quizá me equivoqué.

Pensé en todo esto el otro día al escuchar a Carles Fran­cino emocionado en su progra­ma. Después de haber estado ingresado por Covid, habló de la fuerza del cariño. Nos re­cordó cómo los sanitarios son un enjambre, cómo a veces se les nota cabreados y asus­tados. Y mientras lo escucha­ba pude sentir ese dolor en la garganta de quien intenta ha­blar cuando está al borde de las lágrimas. Llorar y hablar son dos acciones incompati­bles, no se pueden hacer a la vez. O lloras o hablas. Y es justo en ese momento del me­dio, cuando la glotis se te su­be y se te encoge, y te duele y te quema, cuando tienes que elegir entre una cosa u otra. O hablas o lloras. Francino, de alguna manera y ante el pas­mo de todos, hizo las dos co­sas. Para conseguir eso tienes que hacer un esfuerzo sobre­humano. Si parar el llanto es difícil, mucho más aún es fre­narlo mientras intentas arti­cular palabra.

Consiguió terminar lo que quería decir y entre todas esas palabras dichas con la gargan­ta dolorida, hubo unas que con­gelaron mi corazón: «Hay per­sonas a las que les molesta las alusiones a muertos y hospitali­zados». Esa falta de humanidad que cada día es más notable. Eso sí dan ganas de llorar.

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