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Cine

El misterio de Yul Brynner, la estrella que convirtió la calva en el rasgo más deseable del mundo

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Sergio del Amo/ Tomado de ICON, El PaísMadrid

El mejor papel que Yul Brynner interpretó en vida fue el de Yul Brinner. El actor, tras décadas fumando cinco paquetes de cigarrillos al día, falleció el 10 de octubre de 1985 de un cáncer de pulmón. Tenía 65 años.

Aunque lo llamativo es que, pese a su incuestionable fama, por aquel entonces nadie sabía cuáles eran sus orígenes o qué había de cierto o no en su fantasiosa biografía. Adrede, nutrió de un aura de misterio todas y cada una de sus entrevistas. Decía a la prensa que su padre era mongol y su madre una gitana cíngara que había muerto en el parto o que luchó junto a las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil española. Cuando el presentador Bill Boggs le interrogó acerca de esto, se limitó a contestar con sorna: “Son cosas que nunca he dicho, que se han dicho de mí y que simplemente nunca he negado. Y todavía no lo haré. Todo lo que han dicho es absolutamente cierto”.

En realidad, hasta que su hijo Rock no publicó en 1989 las memorias Yul: The Man Who Would Be King, (”Yul: el hombre que pudo reinar”, no editadas en España) no se destapó la verdad. Entre otras cosas, gracias a aquellas páginas se supo que había nacido en 1920 al este de Siberia, concretamente en Vladivostok. Y, a su vez, que su progenitor fue un ingeniero germano-suizo y su madre una rusa de pura cepa que había estudiado canto e interpretación. El libro también desveló que, sin apenas hablar inglés, una de las primeras cosas que hizo al llegar a Estados Unidos en 1940 fue tomar clases de interpretación con el célebre Michael Chekhov. Pero independientemente de estas clarificaciones, lo que nadie puede discutir es que el mito de Yul Brynner realmente empezó el 29 de marzo de 1951.

Aquel día se estrenó en el St. James Theatre de Broadway el musical El Rey y Yo. En un primer momento la gran estrella, el auténtico reclamo, era su compañera Gertrude Lawrence. Sin embargo, tan pronto se levantó el telón, todos los ojos de la platea se clavaron de inmediato en el personaje secundario del rey Mongkut de Siam. Su éxito fue una sorpresa para todos. También para el propio Brynner. Por mucho que con anterioridad hubiera hecho sus pinitos como actor, en ese preciso instante él era más conocido por ganarse la vida como realizador en la CBS que por sus dotes interpretativas. ¿Qué fue lo que cautivó al público de aquel ruso engalanado con extravagantes ropajes? La respuesta es sencilla: su pelo. O, mejor dicho, la ausencia de ello.

Dato importante: Yul Brynner no era calvo. De hecho, cuando en 1942 posó desnudo ante George Platt Lynes, el pionero de la fotografía homoerótica, así como en su debut cinematográfico de 1949, Puerto de Nueva York, lucía su cabello original con entradas. No sería hasta finales de 1950, justo durante los ensayos de El Rey y Yo, que a la oscarizada diseñadora de vestuario Irene Sharaff se le ocurrió que su personaje ganaría credibilidad si se rapara la cabeza. Al principio no lo vio claro, pero a regañadientes accedió. La jugada no pudo salirle mejor. Tal es así que, desde entonces, esa ha sido su icónica seña de identidad. “Fue la mujer que diseñó esos trajes la que me sugirió que me afeitara el pelo. Y me alegró mucho la vida porque fue liberador. Es sencillamente estupendo, sí. Te hace la vida muy sencilla”, confiesa en el documental Yul Brynner: El Magnífico, que desde este 25 de abril puede verse en Movistar+.

“Que se atreviera a hacer algo así ayudó a que otros actores y hombres de a pie lo imitaran y ganaran seguridad en sí mismos. La falta de pelo dejó de ser un tabú o algo que atentaba contra la hombría. Fue un pionero. Y más teniendo en cuenta que no sufría problemas de alopecia. Posteriormente está el caso de Telly Savalas. Y, sobre todo, el de Bruce Willis, por mucho que le costara abandonar esos peluquines que dolían a la vista. En los ochenta y los noventa había el estigma de que el héroe de acción no podía ser calvo, pero Yul Brynner demostró justo lo contrario décadas antes”, opina el crítico de cine Xavi Sánchez Pons.

Tras el triunfo en Broadway de El Rey y Yo, Hollywood no tardó en picar a su puerta. En apenas 18 meses participó en tres de sus títulos más memorables. Curiosamente, todos ellos llegaron a las salas en 1956: Los Diez Mandamientos, de Cecil B. DeMille, donde interpretó a Ramsés II; Anastasia, de Anatole Litvak, y bajo las órdenes de Walter Lang, la adaptación a la gran pantalla de El Rey y Yo. Precisamente, metiéndose en la piel de ese rey de Siam que tantas alegrías le había dado sobre las tablas (en total lo interpretó durante 4.625 noches), el 27 de marzo de 1957 obtuvo su único Óscar en la categoría de Mejor Actor. Le arrebató la estatuilla a Kirk Douglas, James Dean, Rock Hudson y Laurence Olivier.

Como ocurrió a principios del siglo pasado con Rodolfo Valentino, de la noche a la mañana Yul Brynner se convirtió en un sex symbol, una figura que se coló en los pensamientos más tórridos de millones de mujeres y de hombres. Su profunda mirada y su atlético porte tienen buena culpa de ello. Pero no cabe duda de que su cabeza rapada fue la que le llevó a alcanzar el estatus incontestable de icono sexual mucho antes de que Vin Diesel o Jason Statham tomaran su relevo. En aquella época, los Elvis, James Dean y Paul Newman de turno tuvieron que batirse con un nuevo y rudo modelo de masculinidad muy diferente al de los cánones prestablecidos.

“Aunque a Hollywood siempre le ha encantado el exotismo de los actores que provienen de Europa o de tierras más remotas, Brynner es una anomalía digna de análisis. Las mujeres de clase media americanas de los cincuenta le veían como una fantasía. Hipnotizaba a todo el mundo. Por supuesto, también a los hombres. Él sabía muy bien los sentimientos que generaba. Y los grandes estudios se aprovecharon de ello, en el buen sentido. A nadie sorprendió en 1960 que, siendo ruso, protagonizara Los Siete Magníficos, uno de los mejores westerns de la historia. Y en 1973, asimismo, encarnó a un pistolero asesino en Almas de Metal, un claro precursor de Terminator que continúa siendo de culto entre los amantes de la ciencia ficción. Puede parecer que no, pero como todos los grandes supo reinventarse. Por algo Stan Lee se inspiró en él para crear al Profesor X de los X-Men”, añade Sánchez Pons.

Nunca está de más recordar que Brynner recurrió a los postizos en dos ocasiones; siempre por exigencias del guión. En Madrid, durante la filmación en 1959 de Salomón y la Reina de Saba, no le quedó otra que ponerse un ridículo bisoñé porque el cineasta King Vidor quiso aprovechar algunas de las escenas que anteriormente había grabado con Tyrone Power, a quien sustituyó tras fallecer en pleno rodaje. Diez años después volvió a hacerlo en un breve cameo en The Magic Christian (estrenada en España bajo el nombre de Si Quieres Ser Millonario, No Malgastes El Tiempo Trabajando), de Joseph McGrath. A sabiendas de que su virilidad era archiconocida en el mundo entero, no dudó en transformarse en una drag queen por un par de minutos para tratar de conquistar, sin éxito, al mismísimo Roman Polanski. Sentido del humor no le faltaba.

A pesar de su retahíla de logros, en sus últimos días Brynner tenía sentimientos encontrados sobre la fama. Tampoco llevaba bien las críticas, que en sus inicios parte de la prensa se riera de su característico look o que algunos se atrevieran a reducir su carrera a su papel en El Rey y Yo. “De repente me convertí en una figura pública. Y eso fue difícil de sobrellevar. No iba con toda mi personalidad, con todo mi ser. Yo era una persona que valoraba mi intimidad; todavía lo soy. Y, de repente, fui objeto de burla en las columnas de cotilleos. Tenía miedo de convertirme en una eterna Jayne Mansfield. Ante las interminables preguntas sobre mi pelo: ‘¿a qué hora te afeitas?’, ‘¿cuántas veces al día te afeitas?’... una vez me enfadé tanto que le dije a un periodista: ‘Si creyera que mi éxito se debe a que me afeito, me cortaría la cabeza”, declaró el 23 de diciembre de 1984 en The New York Times. Al fin y al cabo, premeditadamente o no, el personaje que él mismo alimentó terminó devorándolo.

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