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DESDE LA ÚLTIMA BUTACA

Kim Ki-duk, eterno

Llegué al cine coreano de la mano de Kim Ki-duk. En mi libro “Cine coreano: el milagro del río Han” (2019) comenté 18 de sus películas. En “Joyas del cine coreano” (2012) resumí su vida tortuosa. Los empresarios coreanos siempre fueron muy cautelosos y se negaron a invertir en sus películas por sus contenidos. Muchas veces miraban al otro lado cuando de aplausos y presupuestos se trataba.

Los gobiernos coreanos también preferían ignorarlo. Por ello el director buscaba recursos extra peninsulares. Desde el punto de vista formal, su obra fue muy decorosa. Formalmente pudo ser mejor si hubiera contado con mayor tecnología. Pero a él no lo detenía nadie. En su primera etapa dirigía hasta tres cintas anuales, muchas de ellas con carácter experimental y no exentas de valores formales.

Occidente conoció el cine coreano gracias a él. Y también conoció a Corea. Kim Ki-duk mostró el lado oculto de su patria, atendió a los desposeídos, de los desheredados de la fortuna y navegantes a contracorriente: Se basó en ellos para dejarnos historias ejemplares, integradas por unos cincuenta filmes, a las que habrá que volver cuando se hable de cine, tanto por sus temas controvertidos como por sus guiones crudos. Kim Ki-duk sacó a relucir una sociedad dividida, donde el machismo, la riqueza desmedida y la aureola del poder le daban la espalda al ciudadano de todos los días, a ese ser humano abandonado, humillado, desprotegido que debe acudir a la violencia, a la droga, a la prostitución, a la venganza y al crimen para sobrevivir en un mundo confundido y manipulado que no sabe a dónde va.

Kim Ki-duk ha muerto lejos de su patria, dolido por la ignorancia, el descrédito, las ofensas inmerecidas y la incapacidad de la justicia por castigar a los verdaderos culpables.

Fue el maestro del silencio. En algunas de sus mejores obras como “Primavera, verano, otoño, invierno y otra vez primavera”, “Hierro 3” y “El arco” nos enseñó que las miradas y las acciones pueden más que las palabras. Nadie lo había hecho con tanta sistematicidad, atrevimiento y talento.

No propongo una estatua para sembrarlo en un determinado lugar, sujeto a las inclemencias del tiempo o a su derrumbe por fanáticos incultos. Su obra es su mejor estatua. Esa recorre el mundo y no como el “fantasma del comunismo” (nunca lo fue), sino como alerta de que los pobres merecen mejor suerte.

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