CULTURA

Época de oro en el cine: República Dominicana tiene un pasado de película con presencia de salas en casi todos los pueblos

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Pachico TejadaSanto Domingo, RD

Hace algunas décadas, pa­ra que los cinéfilos de Santo Do­mingo se acercaran a las pe­lículas que querían apreciar era necesario ir al cine. Hoy, sin embargo, exis­ten otros medios que, aun­que no ofrecen la experien­cia de una gran pantalla en una buena sala,como la te­levisión por cable, satelital, servicios streaming o pági­nas en las que descargar la película deseada.

Pero no siempre fue así. Los jóvenes de hoy no tie­nen idea de lo diferente que fue aquel tiempo, en el que muchos chicos que hoy pin­tan canas les llenaba de ilusión las salidas al cine cuando a finales de los años 60, y principios y primera mitad de los 70.

Por eso hay aquí las re­membranzas de tres cinéfi­los que vivieron esos años y que los recuerdan con nos­talgia y cariño. Una época en la que si te perdías una película en cartelera, co­rrías el riesgo de no verla nunca o tener que esperar años. “Es decir, no había for­ma de ver peliculas, a me­nos que la vieras en el cine, o evidentemente, los pocos canales de televisión, pero jamás en la vida era lo mis­mo”, recuerda Brando Hi­dalgo, psicólogo, profesor y periodista, de profesión, pe­ro un apasionado del cine.

Por ello no es de extrañar que Hidalgo haya sido en­cargado de Documentación y Programación de la Cine­mateca Dominicana, a prin­cipio de los años 80.

Una de las cosas que el tiempo fue borrando, es la cantidad de salas de cine que estaban distribuidas en toda la ciudad. Hubo todo tipo de espacios y con dis­tintos precios, en barrios y en lugares más lujosos de la urbe, a los que los ciudada­nos podían optar según fue­ra su economía.

La lista es larga y aquí se mencionan algunos de esos que tuvieron su momento de esplendor en esa época, según un artículo nostálgi­co que escribió el gestor cul­tural y cinéfilo Jimmy Hun­gría.

Entre otros existían el Leonor (que luego fue el multicine Colonial, en la Arzobispo Nouel), Olimpia (en la calle Palo Hincado), El Élite (en la Pasteur), In­dependencia (donde está hoy Telemicro), Lido (ave­nida Mella), Max y Rial­to (Duarte), Capitolio (ar­zobispo Meriño), Santomé (calle El Conde, entre José Reyes y Sánchez), los auto­cinemas Iris (en La Feria) y Naco (donde está Plaza Na­co), entre otros.

Luego llegarían otros más modernos como el Pla­za, en donde está Galerías de Naco, y con salas múl­tiples como el Triple, en la avenida George Washing­ton, ambos inaugurados en 1971, y Cinema Centro en 1976.

Los turnos

Un detalle que recuerdan los entrevistados es el he­cho de que las salas estaban divididas por turnos. Es de­cir, que habían cines de es­treno, a las que llegaban primero las producciones; y otras de segundo y tercer turno, estos últimos ubica­dos en barrios populares y en los que se proyectaban semanas después de haber­se estrenado. “Yo fuí a to­dos, porque la que no aga­rraba en el primer turno, porque era muy caro, yo iba al segundo o al tercero, de­pendiendo de la capacidad económica que uno tenía en ese entonces”, recuerda Pe­ricles Mejía, actor y cineas­ta, y ex director de la Cine­mateca Dominicana.

Y claro, cuando llegaban al tercer turno, al ser de ce­luloide, no como hoy que son digitales, las películas acusaban deterioro, por lo que la visualización no te­nía la calidad del estreno.

Según publicó Hungría, en los años de su adolescen­cia había siete salas de cine de estreno, los menciona­dos Leonor, Lido, (conver­tido en 1973 en cine por­nográfico); Élite, Olimpia, Santomé, Rialto y el Inde­pendencia.

De segundo turno eran: el Max y Diana (también en la Duarte); San Carlos (en la calle Abreu, Balani y Lux (27 de Febrero), entre otros.

En el tercero estaban los cines de barrio, muchos de los cuales eran al aire libre, como Cometa, en Villa Jua­na; Coloso, en Cristo Rey; Ketty y Popular, ambos en Villas Agrículas; que pre­sentaban dos películas por noche.

SIMULTÁNEO Con una sola copia.

Brando Hidalgo recuer­da que cuando había una sola copia de una película y se proyecta­ban en dos cines distin­tos y distanciados, los rollos eran transporta­dos por un motociclis­ta de una sala a otra, con el riesgo de que el rollo siguiente no llegara a tiempo.

Tres ejemplos de la cinefilia juvenile

Santo Domingo. Pa­ra tres amantes del arte de las imágenes en mo­vimiento como Jimmy Hungría, Brando Hidalgo y Pericles Mejía ir al cine en sus años de juventud significó una experiencia única y enriquecedora, más allá de una simple salida de fin de semana.

Mejía recuerda los ma­tineés de las tardes de los sábados, en las décadas 50 y 60, cuando iba al Ci­ne Capitolio a ver seriales norteamericanos, o un poco mayor, para no per­derse de algún clásico de Ingmar Bergman, como “El séptimo sello”.

Tanta era su afición a asistir a esta sala, que le hacían descuento. “Soy el único dominicano que le hacían rebaja en la ta­quilla”, recuerda, ya que de tanto ir se terminó ha­ciéndose amigo del ge­rente y el boletero del ci­ne que estaba ubicado frente a la Catedral.

De su lado, Hungría re­cuerda que para los ado­lescentes de finales de los 60 y principios de los 70, visitar una sala de pro­yecciones era una gran experiencia. “En esa epo­ca la gran diversión que tenia la juventud era ir al cine”, asegura, y refuerza esta postura al añadir que en ese momento no exis­tían las distintas facilida­des de visualización de películas que hay hoy. Un momento en el que solo habían tres canales de te­levisión, y los canales por cable estaban a más de 10 años de distancia.

Otra de las virtudes de ese momento para los ci­néfilos locales, era el he­cho de que se estrenaba una mayor cantidad de películas que las que lle­gan a las salas cada jue­ves, y que además eran ricas en variedad de gé­nero y de nacionalidades diversas.

Hidalgo rememora las salidas al cine como una de las actividades socia­les de los jóvenes en don­de se encontraban los compañeros del colegio, la novia, los amigos. “En los 70 el cine era la única salida económica, la cual todo el mundo ansiaba disfrutar, sobretodo los fi­nes de semana”, comen­ta.

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