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Al Fayed y yo, a pasito lento

En estos días murió de vejez, pero en paz, a los 94 años, el multimillonario egipcio Mohamed al Fayed, una figura muy célebre en el Reino Unido.

Me apenó saberlo, pues hace justamente 13 años lo conocí e hice con él , cada mañana, unas caminatas terapéuticas como pacientes operados de rodillas en el Hospital for Special Surgery (HSS), de Nueva York.

Antes de que coincidiéramos en estas caminatas, apoyados en andadores, tenía noticias de este famoso personaje, y de la supuesta psicosis de persecución que lo hacía extremar el cuidado de su seguridad personal.

No tanto por sus competidores, ya que era el propietario de emblemáticas marcas, como Almacenes Harrods, en Londres, y el club de fútbol Fulham FC, entre otras.

Sino porque desde su hotel Ritz, de París, partieron hacia la muerte su hijo Dodi y la princesa Diana (Lady D) de Inglaterra, el 31 de agosto de 1997, tras un tórrido y secreto idilio en la capital francesa.

A partir de este suceso, que Mohamed lo denunció como un asesinato planeado por los servicios de seguridad británicos, su vida y sus negocios sufrieron un vuelco. Creía que la monarquía planeaba matarlo a él también.

Coincidencialmente el destino nos juntó en el HSS, en suites contiguas, con amplios cristales desde las cuales se divisaban los rascacielos newyorkinos y, abajo, las aguas del Hudson.

Al salir el primer día para comenzar las caminatas terapéuticas, me llevé la gran sorpresa de ver a varios agentes del Servicio Secreto de los Estados Unidos, trajeados de negro, gafas oscuras y en celosa actitud vigilante, a las puertas de nuestras suites.

Pero ignoraba a cuál paciente vecino estaban protegiendo.

Pese a que regía un estricto secreto de confidencialidad en el hospital para no divulgar la identidad del paciente, solo pude saber de quién se trataba porque una enfermera dominicana, casi en modo susurro, me lo reveló.

Y añadió un dato que tampoco esperaba.

A pocos pasos de nuestra habitación estaba otra paciente famosa, Melania Trump, recuperándose de un tobillo fracturado.

Su marido, Donald Trump, que diez años después se convertiría en el presidente de los Estados Unidos, estaba a menudo en el pasillo por donde caminábamos, charlando con las enfermeras del desk.

Así que, de pronto, me vi entre personajes famosos que, para todos los fines prácticos, estábamos en igual categoría, salvo el caso de Henry Kissinger, que iba a consultas donde mi cirujano, el doctor Coleman, pero no estaba internado.

-¡Caramba, me dije, pero así no es tan aburrido someterse a una recuperación post-operatoria!

Mucho menos si, en un gesto de cortesía y amistad, también fueron a visitarme el entonces presidente Leonel Fernández y quien diez años después también lo sería: Luis Abinader.

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