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La epidemia de la mediocridad

Es como un virus que se esparce silencioso, pero rápidamente, en todo el sistema de valores de la sociedad, sin encontrar resistencia.

Sus síntomas se hacen visibles en todos los ámbitos de la vida dominicana, como si se tratara de una nueva epidemia social que nos llegó de golpe, como el ladrón en la noche.

Las redes sociales lo han puesto al descubierto, en las múltiples modalidades de vicios e insustancialidades que acompañan hoy el libre ejercicio de la expresión en sus plataformas.

Lo que es vulgar o trivial, lo que despierta discordias e insultos, lo que exalta un estilo de vida donde impera el deseo de ganancias rápidas, pero con el menor esfuerzo, se entroniza por encima del debate de las ideas o asuntos relevantes.

Este virus está ejerciendo un fuerte y poderoso efecto nocivo en los comportamientos humanos y hasta en el mismo funcionamiento de la maquinaria del Estado.

En el caso de los primeros, este bicho infeccioso está quitándole a los dominicanos sus sueños e ideales, sus ganas de luchar por una transformación positiva, haciendo que se rindan ante la pereza, las adicciones y el vivir en “más de lo mismo”.

Al Estado lo está dejando sin anticuerpos para resistir el asalto de personas sin capacidad ni competencia, sin espíritu de compromiso con la democracia y la institucionalidad, inundando los puestos públicos.

Estamos hablando del virus de la mediocridad, a cuyo influjo se van replicando hechos y tendencias nunca vistas que van definiendo los rasgos de una nueva generación que, a rajatablas, rompe con todo el pasado.

La vida, la dignidad humana, las sanas costumbres, la virtud del respeto, el acatamiento de la ley, parecen no tener el valor ni la relevancia que se les daban antes.

Con esto se le ha abierto paso a la bullanguería, los teteos, el “malapalabrismo” y las impudicias, un indeseable sello genómico de la medianía en una sociedad que merece mejor futuro.

En una esfera llena de personas que no creen en el mañana y, por tanto, no construyen ideales, porque se conforman con vivir un presente contaminado por las aberraciones y, para colmo, en un Estado también inficionado por el clientelismo y el populismo, esta epidemia de la mediocridad es nuestra peor desgracia.

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