Se ha perdido la solemnidad funeraria

La solemnidad funeraria que enmarca la despedida y sepultura de los difuntos se ha ido degradando en el país, al mismo compás en que la sociedad se desentiende de muchos de sus tradicionales valores.

Antes de que se agudizaran los reflejos de esta descomposición, el acto de despedir y enterrar a un ser querido constituía no solamente un tiempo de dolor de familia y amistades sino del reconocimiento de sus mejores obras en el tránsito de la vida.

Desde que algunos funerales rompieron esa solemnidad, para darle paso a comilonas y bebentinas en los patios o los frentes de la casa del difunto, se fue perdiendo el sentido de ese rictus del velatorio. Y es así como hemos visto que, al momento de velar o inhumar a un delincuente, un capo o un sicario de barrio, la música altisonante, los bailes, la ingesta de alcohol y drogas, a veces derramadas sobre el mismo ataúd, suplantan los viejos modos de la despedida.

Con la pandemia, el hecho de que las víctimas pudieran retransmitir el virus, obligó a entierros rápidos, sin familiares ni amigos, salvo dos o tres personas, sin pasar por funerarias.

No eran precedidos por una misa o por los panegíricos de rigor para reconocer las virtudes del fenecido ni de espacios de tiempo para que la familia recibiera las condolencias.

Ahora, penosamente, los sesgos de la corrupción moral de la sociedad han hecho perder a las funerarias, los recintos sagrados y otras salas para el último adiós, su toque de solemnidad y respeto.

Porque muchos van a las funerarias y hacen chistes o murmuraciones y de lo que menos se habla es de los méritos del difunto.

Talvez esa sea una de las razones por las cuales ahora se producen los llamados “funerales íntimos” con sólo la familia y los verdaderos amigos, donde en verdad el acto de la despedida cobra su especial sentido.

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