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Una sociedad enferma

Unos niños escolares que se deleitan profanando una tumba o protagonizando escenas de violencia y comportamientos pornográficos; unos adolescentes que violan y hasta matan a sus víctimas, también menores, y más jóvenes entregados a las exhibiciones sexuales en público, conforman el creciente registro de los desafueros y aberraciones morales que hoy descubren a una sociedad enferma.

Puede decirse que ya no hay barreras que frenen estas inconductas, porque el valor de las leyes o de las normas de la convivencia civilizadas han cedido al empuje de las tendencias libertinas que poco a poco han ido minando el principio de la autoridad, tanto del Estado como de la familia y de la escuela.

La amplitud con que muchos deciden y hacen “lo que me dé la gana”, comenzando por violentar cualquier restricción legal, haciendo añicos la jerarquía de los valores morales y éticos de la sociedad y anulando toda regla de decencia, es el síntoma indudable de la ruptura de todos los límites del libertinaje.

En una sociedad así enferma, los excesos humanos no son la excepción en cualquier actividad o comportamiento que antes estuvo sujeto a regulación y penalidad.

Ver a cualquier ciudadano agrediendo, escupiendo o insultando a los representantes de la autoridad legal es prueba inequívoca de que no hay códigos morales dominantes ni disuasivos.

Obrar como le parezca a cualquiera es conducta generalizada. Abochornar o agredir física y verbalmente a las mujeres, en muchos casos hasta matarlas, tiene categoría de crimen, pero la cantidad y frecuencia de los feminicidios nos hacen ver que los hombres no les temen al delito ni sus consecuencias.

La evidencia de que más del 60 por ciento de los reclusos penitenciarios ha reincidido en crímenes es otra prueba de que se ha perdido el temor a la justicia, y de que no han prosperado los programas para su regeneración y reincorporación a la sociedad.

Los espeluznantes crímenes que se cometen, incluso de hijos contra padres, de jóvenes perversos contra niñas a las que violan o abusan de ellas, de adolescentes ahítos de drogas y alcohol, de jóvenes pandilleros que exhiben en público las armas con las que agreden a ciudadanos, forman parte de nuestros hechos cotidianos.

Pero a este descalabro social no hay quien lo enfrente, salvo las sensatas voces y mensajes de las iglesias que cada vez son menos escuchadas y atendidas, porque ni siquiera las buenas normas que se predican en las escuelas parecen hoy fructificar en mejores conductas frente al libertinaje.

Para colmo, el liderazgo político del país se muestra sordo, ciego y mudo ante esos desenfrenos y sus mayores ofertas para el cambio o la transformación del país pecan de ignorar que la prioridad número uno es sanar y rescatar a esta sociedad enferma antes de que sucumba finalmente por un libre albedrío mal entendido y desastrosamente ejercido por una mayoría de sus miembros.

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