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¡Cuánta arrogancia y prepotencia!

La sociedad no sale todavía del asombro ante la arrogancia y la prepotencia que exhibieron dos representantes del poder legislativo, al actuar al margen de los límites de la ley y de la ética en dos episodios distintos, prevalidos de inmunidad parlamentaria.

En un episodio, el presidente de la Cámara de Diputados, que estaba en el Estadio Quisqueya bebiendo whisky mientras presenciaba un partido de béisbol, reaccionó intolerante ante un joven que le insinuó que era un corrupto.

El joven dijo a la prensa que el presidente de la Cámara, Radhamés Camacho, le ordenó a la Policía que lo detuviera, lo que se cumplió sin que mediara una orden judicial de arresto y sin que el legislador tenga competencia para hacerlo.

Este exceso de poder, despreciativo de todas las normas y procedimientos legales, es imperdonable en un legislador que fue electo, precisamente, para ser guardián de las leyes.

El hecho de que sea el presidente de la Cámara de Diputados no es un cheque en blanco para imponer su autoridad, al amparo de su inmunidad parlamentaria o de su condición de dirigente del oficialismo, por sobre los ciudadanos, en este caso para encerrar en una prisión a una persona que no cometió delito.

El otro episodio es más bochornoso aún. En medio de las denuncias de que a dos de sus compañeros diputados les habían pinchado ilegalmente sus teléfonos, el legislador oficialista Manuel Díaz admitió públicamente que él ha pagado para intervenir estos aparatos, haciéndose cómplice con esa sola admisión de haber violado la ley.

En lugar de poner su condición de legislador y de ciudadano al servicio de las buenas costumbres, ese diputado ha admitido que paga por espiar a otras personas ilegalmente, cuando lo correcto hubiese sido que condenase la aberrante práctica y se convierta en un acérrimo enemigo de ella.

No obstante lo elocuentes que han sido estas pruebas de arrogancia, prepotencia e intolerancia, la ciudadanía percibe que no tendrán mayores consecuencias.

Lo indudable es que deja muy lastimada la sensibilidad ciudadana ante los abusos del poder, perpetrados sin miramientos por personas a las que el electorado les dio su confianza para que pudieran trabajar en favor del bien común, no de sus propios intereses y ambiciones personales.

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