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¡Oh, prevaricación, la institucionalidad se rinde a tus pies!

¡Oh, prevaricación, cuantos crímenes se siguen cometiendo en tu nombre!

Y lo peor es que la sociedad parece indiferente a ella, dejando a su suerte la institucionalidad de un país, debilitada ya en cualquiera de sus estamentos.

Los preliminares del caso Odebrecht han puesto en evidencia cómo los intereses espurios que se anidan en las coimas pueden corroer las bases y controles administrativos del Estado, y luego las otras instancias llamadas a aprobar contratos de inversiones de envergadura.

La práctica de exigir “comisiones” o “lo mío” para funcionarios de todos los niveles, sea en instituciones gubernamentales como en los ámbitos de los poderes judicial y legislativo, se ha generalizado a la vista de una sociedad a la que este cáncer que corroe la piel de su institucionalidad parece resbalarle.

Del Congreso, ni que decir. Todo el mundo sabía que, en sus pasillos o fuera de su augusto recinto, se movía siempre el llamado “hombre del maletín”, con las alforjas cargadas de dinero para comprar enmiendas de leyes, supresión de leyes o nuevas leyes acomodadas al afán de lucro de uno o más sectores.

Esas coimas se han aceptado a pesar de que quienes las reciben saben que están prestándose para lo mal hecho.

En estos momentos, precisamente, el tufo de la prevaricación se hace sentir en ese ámbito cuando se denuncia, en distintos medios, la versión de que se están ofertando sumas millonarias a legisladores de partidos de oposición para que voten a favor de una reforma constitucional, a contrapelo de la línea que sustentan sus partidos frente a la reelección presidencial.

Del mismo modo, cuando fluyen los sobornos para desviar una investigación u operación policial contra el narcotráfico u otro delito grave y la sociedad no dice nada, estamos abonando las bases para un estado de impunidad generalizado. Lo mismo cabe cuando la gente calla y permite que un juez o un tribunal emitan sentencias que favorecen la impunidad de los malhechores, en perverso ejercicio de venalidad.

En la medida en que la prevaricación se asienta como oficio que no despierta el rechazo abierto y militante de la sociedad, que no parece importarle a nadie, en esa medida los grandes crímenes quedan sin castigo.

Y la que pierde es la República y todos nosotros, porque deja que la carcoma de la corrupción penetre al corazón mismo de la institucionalidad, que es la que le da vida, fortaleza y legitimidad al Estado de Derecho, solo por favorecer los caprichos y las ambiciones de políticos o intereses poderosos, muchas veces en desmedro mismo del bien común.

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