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El clímax de la impiedad

La maldad humana está sobrepasando todos los límites y las formas macabras más insólitas se han puesto en evidencia en recientes homicidios ocurridos en el país, donde los criminales agotan sus niveles de impiedad, crudeza e insensibilidad degollando, apaleando, acuchillando o descargando hasta la última bala de sus armas.

La alevosía con que actúan, en determinados casos, es una expresión de esa malignidad, pues lo hacen con sangre fría sabiendo que van a quitar la vida a una o más personas, como acaba de acontecer en el caso del raso Paúl Encarnación Mejía, a quien acribillaron en las puertas de su hogar, con su hijo a su lado mientras tomaba un plácido descanso, ajeno a la tragedia que sobrevendría.

¿Cuál fue la causa del asesinato? Lo más probable es que se trate de una retaliación de sicarios al servicio del narcotráfi co que no le perdonaban que se resistiera a ser sobornado por unos individuos a los que él y otros agentes capturaron con drogas en una carretera, para que los dejara libres con su cargamento.

El testimonio de vecinos en el sentido de que uno de los dos asesinos exclamó “misión cumplida” tras dejarlo muerto y al hijo malherido puede dar sentido a la razón del crimen. No cabe otra conjetura, ya que el solo gesto, como policía, de resistirse a ser sobornado por delincuentes dice mucho de su conducta y el ejemplar ejercicio de su misión, gesto por el cual fue reconocido recientemente por la jefatura del cuerpo.

El raso Encarnación Mejía era, por lo visto, un modelo de agente, como otros tantos que enaltecen una institución altamente podrida por la presencia de policías delincuentes, y su asesinato representa un vergonzoso atentado contra esos valores.

La alevosía e impiedad con que fue atacado por sus asesinos es la misma que ha estado presente en otros crímenes espeluznantes que la sociedad nunca había visto y otra prueba que confi rma la profunda devaluación en que ha caído el respeto por la vida humana.

Por cualquier tontería o pretexto baladí, a cualquiera le dan un tiro o lo torturan hasta la muerte, con saña y maldad, y en esa espiral de locura hemos visto caer a muchos ciudadanos inocentes e indefensos.

La sociedad recibe con estupor que las fuerzas malignas de la criminalidad hayan alcanzado tanto espacio para descargar odio, venganzas y castigos, sin que en la mayoría de los casos los bárbaros que cometen estas atrocidades y atentados reciban el castigo ejemplar de la justicia, porque lamentablemente la justicia también parece ser una prisionera del poder delincuencial que actúa a sus anchas, impunemente, en un país que se merece paz, orden y plena seguridad ciudadana.

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