Estrenando la ley antiterrorista

El que causa terror en otros, usando o no la violencia, es un terrorista, y este país está lleno de esta especie maligna que se solaza, o vive, de infundir miedo y espanto, sin mayores consecuencias punitivas.

Terroristas callejeros son aquellos atracadores que utilizando armas de fuego o cuchillos o frascos de ácido del diablo atacan alevosamente a la víctima inocente, matándolas o hiriéndolas o, sino, dejándolas fuertemente traumatizadas por la humillación.

Los que lanzan bombas contra un autobús repleto de pasajeros ajenos a los conflictos entre sindicatos choferiles, son terroristas.

Los que se valen de su condición de pandilleros para atemorizar a todo un barrio y forzar a sus gentes a vivir bajo rejas, en reclusión involuntaria porque de lo contrario encontraría la muerte o peligros mayores en las calles, son terroristas.

El individuo que sorprendió a todos los pasajeros de un vagón del Metro de Santo Domingo en 2014 al hacer estallar una bomba incendiaria, que afectó gravemente a algunos y desató extraordinario pánico entre los sobrevivientes y los ciudadanos que se enteraron del suceso, es un terrorista.

Y por esa condición fue condenado este miércoles a 35 años de cárcel por violación a uno de los artículos de la ley 267-08 sobre terrorismo.

Lo relevante, para muchos, es el peso de la pena: 35 años de prisión, que se considera de las más altas a pesar de que el Código Penal, ahora en stand-by, fija la máxima en 40 años.

Pero lo insólito es que la ley haya estado guardada, acumulando el polvo del olvido, durante ocho años sin que a ninguna autoridad o juez de tribunales se le ocurriese activarla para sancionar a los innumerables terroristas que hacen de las suyas en calles y sectores de cualquier ciudad dominicana con actos tipificados en dicha ley.

Porque terrorismo no es solamente la conspiración de individuos u organizaciones contra un gobierno o Estado, valiéndose de todas las arteras y letales formas de matar, destruir, derribar aviones o hundir naves, sino todo acto que implique aterrorizar al prójimo, sea o no violento.

Y esos actos ocurren aquí todos los días, perpetrados por los malandrines atracadores que acumulan fichas en un desvergonzado alarde de burla a la justicia, en medio de una impunidad que solo dejaría de serlo si ahora, al descubrir del baúl de los recuerdos una ley tan dura como la 267-08, decidiéramos aplicarla con todo el rigor, en los casos en que haya lugar para ello.

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