TRIBUNA ABIERTA
¿Qué hacemos con el salario mínimo?
Una vez más, el ajuste del salario mínimo representa un motivo de discordia entre los gremios empresariales y representantes sindicales. Los resultados de la controversia influirán en la rentabilidad de las empresas y en el poder adquisitivo de los trabajadores. Por tanto, la ocasión justifica una reflexión sobre el comportamiento reciente del salario mínimo y su papel como herramienta de política pública. La economía del salario mínimo. La intención del salario mínimo es garantizar un cierto estándar de vida para todos los asalariados, que es la relativamente débil de un mercado sujeto a asimetrías. El salario mínimo procura, por tanto, ser una barrera que impida que la búsqueda de competitividad erosione el poder adquisitivo de los asalariados hasta niveles socialmente intolerables. En términos empíricos, diversos estudios argumentan que los incrementos del salario mínimo están relacionados con reducciones de la pobreza y desigualdad. En Brasil, por ejemplo, algunos estudios estiman que el aumento del salario mínimo fue responsable de 73 por ciento de la mejora de la distribución de ingresos durante el decenio 1995-2005. En Bolivia, se argumenta que un aumento del salario mínimo cercano a 10 por ciento reduce la indigencia en alrededor de 1.8 puntos porcentuales. Esa visión no deja de generar disputa, y otras voces, con similar vehemencia, advierten que aumentos desproporcionados del salario mínimo podrían generar desempleo y empujar a muchas empresas hacia la informalidad. Esos críticos hacen alusión a evidencias que revelan una asociación entre el nivel de salario mínimo y el grado de incumplimiento de la regulación laboral. En rigor, el uso del salario mínimo exige un delicado equilibrio entre fines a veces contrapuestos: equidad, eficiencia e imperio de la ley. Tendencias del salario mínimo. En nuestro país, el salario mínimo legal se ajusta nominalmente cada dos años, y la reciente evolución de su poder adquisitivo durante el último decenio exhibe cuatro momentos: estancamiento entre 2000 y 2002, caída abrupta entre 2003 y 2004, recuperación parcial en 2005 y nuevo estancamiento a partir de 2006. La tendencia general ha sido negativa o estacionaria. La mayor caída del poder de compra del salario mínimo corresponde a las empresas hoteleras y de zonas francas, pues, en ambos casos, su valor se redujo alrededor de 30 por ciento a lo largo de diez años. Para el sector público, el salario mínimo real aumentó cerca de 9 por ciento en igual período, y para las demás entidades privadas se expandió a un ritmo anual promedio inferior a 1 por ciento. Infelizmente, la reducción o estancamiento del salario mínimo real no disminuyó el porcentaje de personas con remuneraciones inferiores al piso legal. Mis estimaciones indican que la proporción de trabajadores con remuneraciones laborales por debajo del mínimo legal ha estado fluctuando en torno a 26 por ciento, con una cota inferior de 25 por ciento, en 2002, y una cota superior de 34 por ciento, en 2005. En la actualidad, de cada 100 trabajadores, alrededor de 27 reciben ingresos por debajo del mínimo legal. La incidencia del salario mínimo es especialmente alta entre las mujeres (36 por ciento) y entre los trabajadores agropecuarios (cerca de 50 por ciento). Los próximos pasos. La combinación de un salario mínimo estancado con un porcentaje persistente de trabajadores con ingresos por debajo del mismo reclama una explicación. Un ingrediente obvio es el influjo continuo de inmigrantes con bajo nivel educativo, que sin dudas deprimen los salarios de los trabajadores menos calificados. Junto a una tasa elevada de desocupación ampliada y una amplia informalidad, eso también reduce la capacidad negociadora de las organizaciones sindicales. Es además incuestionable que muchas empresas operan en condiciones de supervivencia y, simplemente, no podrían pagar salarios mínimos muy por encima del actual sin naufragar en el intento. ¿Cuál hacemos entonces con el ajuste del salario mínimo? Es mi apreciación que la discusión debería desarrollar dos agendas. Una agenda debería compensar la erosión del salario mínimo causado por la inflación acumulada desde el último ajuste (alrededor de 11 por ciento) más un porcentaje adicional que equivalga al aumento de productividad laboral (alrededor de 6%). Otra agenda debería ir en pos de la definición de una política laboral más amplia, que procure superar el estancamiento que han mostrado los salarios a lo largo de las dos últimas décadas, pero no sólo en función de altruismos o reclamos ingenuos de equidad, sino sobre la base de productividad. La mejora de la educación, la eficiencia de los servicios públicos de apoyo a la productividad, la regulación efectiva y la promoción obstinada de la libre competencia son parte esencial de esa tarea.