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Literatura

Fernando Pessoa y el libro más triste del mundo

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William Grigsby VergaraManagua, Nicaragua

El mismo año de la publicación de Azul (1888), por Rubén Darío, nació Fernando Antonio Nogueira Pessoa, el prodigio portugués, en Lisboa, ciudad donde también murió a los 47 años, víctima de una complicación hepática. Al igual que el nicaragüense universal, Pessoa fue un genio acongojado, con una capacidad extraordinaria para describir la tristeza sin amargarse, es decir, escribirla a cierta distancia de la realidad, como el intérprete de una pesadilla lenta y difusa que finalmente imprime una huella en la posteridad.

Su Libro del Desasosiego se abre con una sensación de invisibilidad humana, como si un hombre-nadie lo hubiera escrito a través de los siglos de un tiempo-imposible. Se trata de la autobiografía de un decadente tenedor de libros, un ser humano desilusionado de la vida, cuya desilusión misma es el más bello paisaje interior de un alma demasiado sensible y elocuente para sobrevivir a cualquier tipo de rutina mecánica, propia de las metrópolis de la primera mitad del siglo pasado.

El testamento lírico de Pessoa es una obra para la humanidad desde la humanidad de un autor que no cree en ella pero es víctima de sus propios sueños metafísicos. No hay manera de encasillarlo en un género específico. Es una especie de largo poema en prosa lleno de aforismos, epifanías y reflexiones descollantes. Se trata de un libro sin patria, extranjero del mundo, exiliado en constelaciones crepusculares, drogado por el tedio y la monotonía de una Lisboa insoportable para el autor; casi como un grifo de melancolía que recorre toda la ciudad y desemboca en la sed de Bernardo Soares, la creación que Pessoa imprimió para este volumen póstumo.

Aquí nos enfrentamos a una prosa que no conoce principio ni final y por eso imprime una sensación de eternidad entre sus páginas. Se trata de una obra líquida e introspectiva, dictada en un tono apolítico, lejana a su propio autor como un ocaso visto desde una playa cuyos granos de arena no se pueden contar porque son infinitos.

Descreído, Pessoa tampoco se toma el tiempo de criticar cualquier tipo de manifestación colectiva por defender una causa social. Es un anarquista místico. Sus páginas se extienden como una semana que sólo tiene domingos.

El protagonista de esta obra nos regala un relato cuyo caos interno sólo se puede entender desde el alma indómita de un poeta meditabundo, contemplativo, absurdo. Es un libro rodeado de idealismo que se extiende a lo largo de una fila de versos estirados en una prosa inteligente y resignada. Es un libro sonámbulo, además, donde el sueño entra por un oído y sale por el otro. Su tono de orgánica indiferencia frente a la vida es casi escandaloso.

Abúlico, Pessoa se reconoce un inútil esteta en constante estado de descomposición afectiva: es un constructor de castillos en el aire; es el albañil de un disparate sin nombre. Quizás ha escrito el libro más solitario del mundo, quizás el libro más triste. Bernardo Soares es la estrella de un circo abierto a la payasada mundial.

Pessoa propone un manicomio donde los pacientes intentan explicar que los verdaderos locos están afuera, rodeados de relojes y carreteras, atenuados por sus trabajos, compromisos y rutinas desaforadas. El poeta se ubica entre los anónimos del universo, los habita como una cifra desértica dentro del inmenso orfanato de la existencia, y luego se confiesa:

“No recuerdo a mi madre. Murió cuando yo tenía un año. Todo lo que hay de disperso y duro en mi sensibilidad nace de la ausencia de ese calor y de la saudade inútil de los besos de los que no tengo memoria. Soy postizo. Me desperté siempre sobre pechos ajenos, arrullado por vías secundarias”.

Más adelante Pessoa se extiende sobre frases marginales que arrulla como un niño que juega con un yoyo, manipulando un juguete emocional que sube y baja por la gravedad de la física: “Soy del tamaño de lo que veo”, proclama en una de sus líneas finales. Asistimos entonces a una anti-biografía filosófica sin un argumento definido, pero con una calidad literaria sólo comparable a la de Shakespeare, Darío, Cervantes, Borges, Dante o el mismo Milton que el autor ensalza entre sus líneas.

A través de este libro Pessoa logra eternizar una piedra, un reloj, un puente. Los anima. Los humaniza sin barroquismo. Y desde su enorme tamaño levanta la piedra para que debajo de ella se miren los insectos que habitan el césped de la vida como seres insignificantes: somos nosotros mismos, sus lectores.

Mitológico, Pessoa hace de la Nada un Dios, de la locura, un semidios, del espejo, el veneno póstumo que ensució el alma de los hombres, y del corazón, del corazón escribe, desasosegado: “El corazón, si pudiera pensar, se pararía”.

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