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“Viandante en Nueva York”

La ciudad fue fundada por Caín cuando fundó la ciudad de Henoc. Desde entonces han crecido grandes ciudades y como tal, sujeta al paso del tiempo, han desaparecido y otras han florecido. Hoy en día existen ciudades que han crecido hacia arriba, pensemos en las catedrales de Europa, pero también las nuevas ciudades modernas donde el espacio es aprovechado al máximo, aunque, en igual medida, la soledad y, por qué no, también el aislamiento, la intriga, la sordidez, a pesar de las luces, la enajenación y el comercio. El consumo salvaje donde la gente se enajena de manera inhumana. Si antes, y aún hoy, era la emigración del campo a la ciudad, no es menos la inmigración. Alguien deja su lugar de origen por una razón muy vital: mejores oportunidades de vivir en un medio de mayor abundancia. De ahí la frustración ante el paraíso material que no siempre desborda las expectativas. Como bien nos dice la poetisa la gran ciudad se ha convertido en una cueva, y en almacenaje del decir que no encuentra lugar en el ajetreo de autónomas movidas por el sustento para luego regresar, al final de la jornada, a calentar la comida que será consumida en la semana. Pero queda en su interior el anhelo del viaje, ese que ha sitiado al hombre, ya por razones de otras experiencias, pero sobre todo, un nuevo destino.

Nueva York, una de las grandes ciudades babélica que alberga personas de todos los países del mundo, se ha convertido en la meca de la felicidad. No siempre lo que brilla es oro o el oro no es tal como nos dijeron. Recuerden la fiebre del oro en Estados Unidos que, a la larga, fueron más los pobres que aquellos que lograron enriquecerse a cambio de sacrificios, muertes, pillaje, dolor…

Osiris Moquea es testigo de la cuidad transformada en vorágine de cemento que engulle las almas de sus habitantes. Silenciosa, a pesar de bullicio y los grandes anuncios, los trenes, los rascacielos y las luces hay detrás un averno que permite pensar si volver o seguir, en el fondo, el destino se extravió por senderos que no fueron previstos.

“El tragaluz atisba los edificios

Cementerio insomne de vivos

Cosiendo la esperanza

Remendando con palabras la ausencia

Nodriza en la nada

De una fragmentada memoria

Que se desliza

Y los acosa en la espera

De un idílico regreso.”

(Pág. 74)

La poesía de Osiris hunde su daga allí donde lo material no satisface. Es soledad entre paredes insomne. Donde hemos de preguntarnos si ha valido el esfuerzo, la angustia del aislamiento, la enajenación, la avaricia y el ahuecamiento. Una ciudad bajo el signo de la lluvia es de vida, pero en la poeta simboliza desatino, pesadilla de los sentimientos, nostalgia y naufragio. Registro de todo aquello que es ajeno al paraíso. El viaje ha de continuar entre las grises paredes. La noche es escenario del sueño, del oscuro averno de la sustitución. Percepción de desandar el camino dislocado por los fantasmas del destierro y la añoranza.

“La noche se desploma y no sé qué hacer con ella

Con el velo de la nieve que cae

Las horas se desgranan como una acción dictada

Bestiales y hostiles

Reconozco la herida que han dejado en mi espalda

La laberíntica soledad

El quebranto que asciende

La presencia de una estación derrotada

Que amenaza mis últimos bostezos

Resquicios donde penetran los ojos de la muerte.”

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