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LA CUARTA PARED

El rey de ayer

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Virginia Sánchez NavarroSanto Domingo

Ya había notado que la noche cada vez extendía sus dedos con más impaciencia sobre las nubes del salmón. El Tiempo tiene ansias - pensó mientras sentía al agua bailar bajo sus ojos, cosquilleando con sus ondas sus mejillas.

Antes, cuando el cocodrilo aun era grandioso y reinaba sobre el primer día, el Tiempo solía pasearse por la Tierra con frecuencia para jugar con los niños por años interminables: jugaba a las escondidas con el niño del topo; jugaba a las carreras con el niño del águila y, ya cuando estaba cansado, se podía encontrar detrás de un árbol jugando dígalo como pueda con el hijo del camaleón. Ahora, -concluía el cocodrilo- pareciera que al viejo Tiempo ya nada le impresiona. Lo ha visto todo. Se ha aburrido de todo. Pareciera que ya no le quedan ganas de sentarse a esperar.

El cocodrilo, sin embargo, aún habiendo vivido casi tantos años como el Tiempo, sigue flotando aquí en su río, en su caudal, con deliberados, meticulosos y pequeños movimientos, recostando la cabeza sobre troncos caídos y mirando las nubes que son de todos menos de él. Pareciera que entiende tener los días contados y no quiere perderse un segundo de sol.

Algo a veces recuerda del tiempo de ayer. A veces, cuando duerme, entre sueños regresan aquellas voces hiladas con verde reverencias; y así cuando despierta se le sale una lágrima pues, aunque no lo entienda y aunque bien no recuerde, algo sabe la bestia de su antigua existencia sobreviviendo todo bajo lluvia, entre caminos... por algo fue nombrado el dueño de la Tierra, antes, cuando aun había gente que lo entendiera.

Ahora ya nada queda de su arcaica realeza. Las voces, las miradas ahora son de temor, ahora son de desdén. Y él sigue flotando, sacando la cabeza y escondiendo su cuerpo, sus dientes como clavos, en fin, su naturaleza. Y llora porque sabe que nadie lo recuerda así como era antes, así como él lo sueña. Que nadie puede ver más allá de las grietas que cubren a su cuerpo con esa piel reseca. Y aun llorando sonríe su sonrisa tallada pues su misma fiereza le impide que ensombrezca. Y así sigue flotando, buscándose las presas para matar el Tiempo que prontamente llega. Y llora bajo el cielo del salmón tan dichoso, de ese que todos quieren y que nadie detesta. Va sin hablar con nadie pues no hay nadie que crea. Sus lágrimas se pierden en el río que lo entierra.

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