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Entrevista

"Hemos mejorado mucho pero aún nos falta un largo trecho"

El laureado escritor e intelectual dominicano es una de las figuras más importantes del mundo cultural y académico en los EE.UU.

El pensamiento y la obra de Silvio Torres-Saillant hablan por sí solos. Establecido en los Estados Unidos ha merecido diversos reconocimientos tanto en el país como en el extranjero. Entre otros, posee la distinción de Duarte Sánchez y Mella otorgada por el Estado Dominicano. Agudo, polémico y sobre todo, con un rectilíneo pensamiento que no se doblega con el paso Torres Saillant expone una parte de sus ideas para Ventana en el compresor digital de una grabadora. A continuación, los dejamos con la transcripción de su valioso testimonio ofrecido a raíz de su reciente visita al país.

Ibeth Guzmán: Háblanos de tu regreso al país como te has sentido, como aquí…

Silvio Torres-Saillant: Me he sentido muy bien tratado, además de muy contento de ver como los libros atraen a diversos sectores de la comunidad en los predios de la Feria. Uno puede medio deducir, sin hacer el estudio científico que haría falta, que los asistentes provienen de distintos niveles sociales. Sobre todo se ve un predominio de jóvenes, lo cual para mí resulta sumamente importante. Cuando la juventud muestra interés por los libros, especialmente en el momento actual en que se escucha a descuidados ministros de educación declarando que es hora de tirar la mochila y cambiarla por una tableta, tenemos razón para seguir esperanzados.

IG ¿Cómo has visto la sociedad dominicana en lo poco que has podido apreciar?

S.T: Ver la sociedad dominicana requiere ojos cuerdos que capturen igual lo bueno que todo cuanto requiera reparo. Es decir, debemos evitar ser ilusos igual que ser injustos. Los jóvenes que vienen a la Feria nos dan razón para regocijarnos, así como los y las compatriotas que a lo largo y lo ancho del país se aferran al ideal de una sociedad igualitaria, inclusiva y justa en la que se premien los aportes positivos y se condenen las acciones dañinas de figuras públicas no importa el poder que ostenten. Aquí hay muchísima gente que sigue aguerridamente aferrada a la idea de labrarse un futuro en su suelo y encaminar su familia por el sendero de la decencia. Pero también está la sociedad que aflora al plano noticioso y que, cuando le pone uno atención y se fija en el coro de quejas legítimas sobre cuanto urge mejorar, puede flaquearle el sentimiento de esperanza. En fin, mirar a su país requiere equilibrio.

Te cuento algo a manera de chiste ilustrativo: yo he sido miembro de la junta de directores del Desfile Dominicano en la ciudad de New York que se reinició hace dos años. También había sido cofundador del mismo cuando la iniciativa surgió en los ochenta. Terminé distanciándome cuando llegó a predominar un liderazgo que se había apartado del ideal comunitario que nos llevó inicialmente a atender el llamado de Guillermo (Miguel) Amaro, el arquitecto intelectual del proyecto. Luego, ya en manos autocráticas y personalistas, el Desfile pasaría convertirse en objeto de escándalo e irregularidades que al final dieron pie a la intervención de las autoridades estatales. De ahí el desmantelamiento de la junta de directores y la formación de una nueva, de la cual acepté formar parte.

El domingo 14 de agosto del 2015, cuando la nueva directiva logró la festiva marcha por la Avenida Broadway en Midtown Manhattan, me tocó por varias horas hacer servicio en la tarima central al lado de nuestra muy capaz maestra de ceremonias. Tal como manda la ocasión, ella amenizaba el momento con superlativos elogios a la belleza, el talento, la dedicación y el arrojo del pueblo dominicano. Frente a la tarima pasaban carrozas, grupos de baile, bandas musicales, vehículos de índole y tamaños distintos, en su mayoría también armados de micrófonos y amplificadores, a través de los cuales los compatriotas pregonaban altisonantes alabanzas destacando los méritos innumerables de nuestra gente. Todo aquel bombardeo de encomios a nuestra grandeza me puso muy contento por la alegría y el ambiente positivo lo alentaba, sobretodo tratándose de un Desfile fundado en los ochenta por compatriotas en la gran urbe a quienes entonces les urgía decir a la ciudad y al resto del país “estamos aquí y, como todos los demás, merecemos y exigimos respeto”.

De veras muy bonito todo aquello. Sin embargo, al terminar el evento y llegar la hora de irme a la terminal de autobuses para mi regreso a Syracuse, comencé a temer el posible efecto de haber estado allí en esa tarima oyendo más de dos mil veces sin parar durante casi tres horas la repetición de lo grande y fenomenal que somos los dominicanos. Se me ocurrió que tal vez corría el riesgo de caer víctima de un ataque de ultranacionalismo agudo. Temía la posibilidad de pasarme todo el trayecto de regreso a casa mirando con pena o desprecio a todo quien le hubiese tocado el infortunio de tener un origen nacional distinto al mío. Para evitar que ello aconteciera, me detuve en un estanquillo de periódicos que distribuye diarios dominicanos, adquirí un ejemplar de cualquiera de ellos y leí los titulares de las tres primeras páginas más el primer párrafo de un par de los artículos. Con esto se me equilibró el ego nacionalista, dándome razón para confiar que no padecería del ataque temido. (Rizas).

Los ultras me dan mucho miedo. No recuerdo un caso en el que no hayan terminado enlodando groseramente aquello que dicen defender. Su discurso pseudo-social por lo regular disfraza una agenda personal. No quisiera convertirme en uno de ellos.

IG: Háblanos de las rutas creativas que debe tomar la literatura dominicana incluyendo nuestros problemas de identidad, de los que hablaste en tu conferencia

ST Lo primero es arrancar con lo que tenemos. Aquí una vez los escritores parecían estar muy preocupados, casi obsesionados con el ideal de lo universal. Deseaban escribir con el objetivo de hablarle a toda la especie humana. Temían, por tanto, que el acento criollo o el color local obstaculizaran la realización de ese deseo. Hablaban de escribir textos que trascendieran el espacio inmediato. Lamentablemente esa aspiración, así en abstracto, realmente no tiene asidero alguno. Se nos olvida a veces que Shakespeare se lee hoy en la India y Cervantes en Latinoamérica debido al dominio imperial que ejercieron Inglaterra y España sobre civilizaciones enteras e inmensas regiones allende los mares. Nada quita que sean grandes escritores. Pero el talento literario no camina solo. Yo admiro enormemente el talento de nuestro Junot Díaz como artista literario. ¿Pero acaso basta su talento para explicar que hoy se le esté leyendo en ruso, croata, coreano, hebreo, holandés, alemán, chino, japonés, polaco, serbio, checo, suizo, turco y esloveno, aparte del inglés y las lenguas romances? Junot sería el primero en admitir que sin haber tenido la suerte de insertarse en la poderosa y globalizante industria editorial estadounidense, así como la mística de sus jugosos premios, sus escritos difícilmente habrían llegado a lectores de tantas geografías en tantas lenguas.

El éxito, a final de cuentas, es tan inescrutable como el Dios que encontramos en el Libro de Job. Tampoco hay que regirse por una noción monolítica del triunfo. El triunfo del novelista mexicano Carlos Fuentes, medido por el nivel de prestigio internacional y cantidad de libros vendidos, supera notablemente al del poeta nacional dominicano Pedro Mir. Pero el verso de Mir tuvo un impacto en su pueblo jamás igualado por la narrativa de Fuentes en el suyo. Mir realmente articuló un decir y transmitió un sentir que caló hondo en la conciencia de la población dominicana que ansiaba escuchar sus propios deseos de justicia y libertad expresados con aquella hondura. De ahí que a Mir se le venerara en su país mientras que a autores mundialmente famosos como Fuentes solo se les admirara. Por lo tanto, me parece sensato enfocarse en la escritura como oficio y no tanto como carrera literaria que ha de llevarte al éxito. Enfatizar la carrera literaria te desconcentra del trabajo solitario de lidiar con este borrador que estás componiendo o corrigiendo aquí y ahora. La historia literaria se compone de obras específicas, no de las carreras de sus autores. La meta sería concentrarse en producir obras que importen a la gente de carne y huesos que comparte tu mundo y que, por lo tanto, representa la expresión más tangible de eso que llamamos la humanidad. Dichas obras han de salir de un trabajo honesto que te ubiquen en tu inquebrantable condición de mero mortal y que permitan a tus semejantes verse también retratados en ellas. Después de hecha la obra, que los dioses repartan suerte.

IG: ¿Piensas, entonces, que la especificidad del lugar desde donde se escribe no limita la generalidad de la visión de los textos?

ST: Al contrario, la posibilita. A mí me conmueve el color local y el acento criollo de la tragedia ateniense de más de tres siglos antes de Cristo. Sé que desde mi ubicación antillana no tengo forma alguna de recuperar el contexto social, la cotidianidad, ni las angustias personales de Esquilo, Sófocles o Eurípides. Pero también sé que sus obras abren una brecha para yo encontrarme y darme por aludido en sus indagaciones genuinas sobre la complejidad de la existencia. Las personas tanto en el lejano ayer ateniense como en el cercano hoy cibaeño deben navegar mares tempestuosos al enfrentar su momento en contextos políticos determinados y cargar sobre sus hombros legados pesados de una historia nacional o familiar que les limita la capacidad de materializar sus aspiraciones sin tener que negociar con sus principios. No importa que la ciudad se llame Tebas y esté ubicada en las inmediaciones de la planicie de Beocia para un tiempo remoto en una geografía mediterránea que no puede significar mucho concretamente para mí. Pero las personas que habitan el escenario de esas obras me llevan a la empatía porque padecen dudas, conflictos, dilemas y dificultades morales que yo reconozco en mi propia existencia. No tiene sentido, por tanto, procurar la universalidad como si ella necesariamente tuviera una dirección postal extranjera.

En algún pasaje de El escritor y sus fantasmas dice Ernesto Sábato que Shakespeare no hacía esfuerzo alguno por recuperar la época ni reconstruir las circunstancias de los personajes que poblaban sus piezas de temas históricos. Para darles vida y hacerlos creíbles se valía de mirar con atención a sus propios contemporáneos en situaciones equivalentes, fijándose en las conductas que desplegaban al lidiar con los retos de la vida pública o privada. Después de todo, no hay nada que haga el drama político enfrentado en el 1963 por Juan Bosch, culminando en su derrocamiento y exilio, inherentemente menos universal que el enfrentado unos dos mil años antes por Cayo Julio Cesar, culminando en su asesinato. Solo le hace falta a la imaginación literaria dominicana la voluntad de romper con la jerarquía de valores que nos enseñó a vernos como entes terciarios en el relato de la experiencia humana. Aprendimos las binariedades falsas que se deducen de pares tales como literatura dominicana vs literatura mundial o literatura nacional vs literatura universal. Esa absurda oposición asigna a lo dominicano o lo nacional una ubicación externa al mundo o al universo. La experiencia de la persona dominicana ejemplifica de manera no menos legítima que ninguna otra todo el malestar y el bienestar que aflige o alegra el cuerpo y el alma de la especie que busca sobrevivir en la incertidumbre de su existencia terrestre. Si uno no puede dar con lo universal en una situación doméstica o callejera de Moca o Junumucú tampoco la va a lograr evocando sucesos o seres de otras latitudes. Al final la única universalidad viable se encuentra en aquello que nos llama a la empatía.

IG: ¿Puedes hablar un poco del papel de la empatía en la literatura?

ST: Con gusto. Una novela mamotrética entregada a promover el odio étnico contra cierta porción de la población nacional—digamos, los domínico-haitianos—podrá ganarle al autor aplausos en un momento en que determinado régimen necesite valerse de voces disociadoras para sostener una agenda excluyente. Podrá ganarle inclusive los lauros más codiciados en su entorno. Pero no podrá granjearle nada cercano a una comunicación genuina con seres humanos que vivan libres de la presión que ejerce el entorno que entroniza la antipatía. De hecho, se caerá de sus propios pies hasta en su mismo entorno una vez desaparezca la coyuntura extra-literaria que le da vigencia. Tal cosa ocurrió con el legado literario de Thomas F. Dixon Jr. (1864-1946), autor estadounidense que consagró su prosa de ficción a predicar negrofobia y glorificar la organización terrorista Ku Klux Klan (KKK), conocida por su expediente homicida mayormente contra la población afroamericana. Dixon ganó mucho dinero y prestigio a partir de la publicación de obras como The Clansman (1905), novela que se inventa un sinnúmero de atrocidades cometidas por los negros contra los blancos del Sur estadounidense después de la emancipación de los esclavos en el 1863. Su tipo particular de creación literaria mantuvo vigencia durante los gobiernos de Theodore Roosevelt, William Howard Taft, y Woodrow Wilson. Pero cuando el régimen imperante se vio en la necesidad de desvincularse gradualmente de la prédica del odio racial que las autoridades permitían y hasta promovían, la relevancia de Dixon comenzó a decaer. Hoy su nombre solo viene al caso como nota al calce al hablar de la película de D. W. Griffith, The Birth of a Nation (1915), cuyo libreto se basa en The Clansman.

La universalidad se da en el contacto con la fibra de lo profundamente humano y se vale de una carga de empatía y de compasión que puede trascender la diferencia de tiempo y espacio. La prédica del odio carece de los recursos que tocan la fibra humana. Es una carencia que limita su alcance igual a nivel local que a nivel global. Hay autores criollos que no tienen lectores en el extranjero porque tampoco los tienen en su país. Que te lean los miembros del jurado nacional que te otorga un premio monetariamente jugoso no quiere decir que tus compatriotas te leen. El odio te aliena de tus semejantes que están igual en otro continente que al doblar de tu esquina. No hay literatura que cale ni en casa ni en el exterior si no estimula en sus lectores la solidaridad humana.

IG: ¿Qué nos queda de Trujillo?

ST: Nos queda de Trujillo la tolerancia por el autoritarismo. Nos queda la aceptación pasiva de esta ecuación sabichosa que promueven nuestros gobiernos entre las autoridades oficiales y la nación. Se ve en el ejemplo del arquitecto Eduardo Selman en el 2015, cuando, siendo Cónsul General de la República Dominicana en New York, procedió a declarar a Junot Díaz “anti-dominicano.” El nombre del escritor repudiado apareció en la página web del Consulado en un texto donde el funcionario además daba a conocer su intención de revocar la Orden al Mérito Ciudadano, la distinción que el Gobierno Dominicano había conferido a Díaz en febrero de 2009. Dicha declaración era la represalia del Cónsul contra la participación del escritor en una actividad previamente realizada en Washington, D.C., dirigida a pedir que congresistas estadounidenses presionaran al gobierno dominicano con miras restaurar la ciudadanía a los cientos de miles de compatriotas de herencia haitiana desnacionalizados dos años antes mediante el fallo TC 168/13 (Redacción, Almomento.net 23 oct. 2015).

Vale notar que al denunciar a Díaz, el Cónsul no lo tilda de opositor al régimen o enemigo del gobierno del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), bajo cuya égida se creó el Tribunal Constitucional que llevaría a cabo la desnacionalización. Si su represalia se llamara por su nombre y tildara a Díaz de ser enemigo del gobierno de turno por oponerse a una política pública del mismo, yo hasta lo aceptaría como un desquite que había de esperarse en vista de la proverbial intolerancia de nuestras autoridades. Ya conocemos la renuencia de nuestros gobiernos a respetar el derecho de la población a disentir o hacer reclamos que impliquen diferencia ideológica con respecto al régimen. Mi problema estriba en la lógica que lleva al Cónsul a concluir que la oposición del escritor a una acción de su gobierno contra un segmento étnicamente marcado de nuestro pueblo lo hace automáticamente “anti-dominicano”. Pues estamos claramente frente a la ecuación de la cual se valía la dictadura para para combatir la resistencia que le hacían los compatriotas desde el exterior.

A raíz del surgimiento del ultranacionalismo rabioso que siguió la sentencia desnacionalizadora del 2013, nos recordaba el historiador y economista Bernardo Vega un detalle importante sobre la retórica de la dictadura para nombrar a sus enemigos. El estuprador de San Cristóbal llevaba personalmente al Congreso el nombre de la persona desafecta y pedía un condena in absentia y que se le declarara “enemigo de la patria”. Fíjate en la astucia: no enemigo del gobierno, opositor al régimen, ni anti trujillista, sino “enemigo de la patria”. Bueno, pues he ahí la herencia trujillista de la que se vale el Cónsul Dominicano en Nueva York para viabilizar su represalia contra el muy laureado escritor dominico-americano por atreverse a ejercer su derecho a la diferencia ideológica con respecto al régimen. Ahora, esa ecuación entre el gobierno y la nación o la patria que promueven las autoridades milita contra los más básicos elementos de la conciencia ciudadana. Las consecuencias son fatales. Pues la ciudadanía pierde toda noción de su derecho a distanciarse de las ideologías y las prácticas del gobierno de turno y de esa manera derrocha su autoridad ciudadana, esa que la acredita como centinela de la justicia, la inclusión y la igualdad, en fin, como vigilante del ideal democrático. Una vez aceptamos la ecuación trujillista entre las autoridades y “la patria”, ofrendamos nuestra heredad a los personeros del poder y pasamos a ser súbditos en vez de ciudadanos. De ahí que permitamos a las autoridades hacer y deshacer con los bienes del estado.

IG ¿Cómo hacen que parezca legítimo?

Ellos afirman con tal severidad su dominio incuestionado de la autoridad y los bienes del Estado que se nos hace difícil fijarnos en la impropiedad de su proceder. Cometen actos de personalismo con tal frecuencia y tanto descaro que dejamos de ver el fenómeno como la barbaridad que es y llegamos hasta a normalizar todo ese drama. Quizás sea un mecanismo de defensa que nos permite lidiar con el día a día sin pegarnos un tiro ni recluirnos en el manicomio especialmente en un momento cuando los movimientos sociales con miras a la transformación social parecen menos disponibles a la imaginación de la colectividad.

Desde funcionarios hasta legisladores aquí pueden cometer horrores sin pasar a ser señalados como personas condenables de aquí a la eternidad. Se nos olvida que es nuestro deber combatirlos. Se nos olvida que la patria necesita que los ciudadanos la protejan de los sectores poderosos a los cuales la depredación les viene natural. Perdemos noción del ultraje que representa una acción de las autoridades injusta y cruel contra una parte de la ciudadanía que se explique públicamente como una defensa de la dominicanidad. Si la dominicanidad pudiera hablar, se quejaría, diciendo “!Ay no, chichi! Mejor no me defiendas”. Se trata de una defensa realmente ofensiva en la medida en que pervierte la idea misma de la identidad nacional al asociarla con la injusticia y la crueldad. Las plumas que servían a la dictadura definieron la dominicanidad como enemistad, cosa que condenó Bosch en el 1943 mediante una célebre carta a Emilio Rodríguez Demorizi, Héctor Incháustegui y Ramón Marrero Aristy en la que les hacía saber que no había nada de patriótico en el anti-haitianismo, señalándoles la moral cuestionable de basar el amor a su país en el odio al vecino. Si recuperamos la noción de dominicanidad existente previo a que el nacionalismo trujillista la pervirtiera, digamos, yéndonos al momento fundacional de la República, encontraremos que la enemistad no figuró entre los recursos conceptuales que orientaron la idea originaria de nación.

El primer acto jurídico de la Junta Gubernativa, la primera administración del flamante Estado, se encargó de dos puntos. Primero, declaró la esclavitud abolida para siempre en el suelo nacional y, segundo, exhortó a los haitianos residentes en la recién nacida república a quedarse y hacerse dominicanos (1 marzo 1844). Seis semanas después, ya formado el Congreso Nacional, nuestros primeros legisladores unieron sus votos para aprobar una ley que, además de establecer la pena capital a todo quien se hallase culpable de esclavizar a otra persona, definía a la República Dominicana como santuario inviolable para los esclavizados del mundo, estipulando que cualquier persona que viviera en condición de cautiverio en otra nación se haría libre y ciudadana con el mero hecho de pisar suelo dominicano. Si aceptamos que la dominicanidad proviene de la estructura ética, o sea, el ideal social o el conjunto de valores que orientaron a los fundadores al crear la nación, entonces ese concepto lleva en la médula misma el compromiso con la diversidad, la justicia y la igualdad. Por lo tanto, la definición trujillista que vincula la identidad nacional con enemistad, de la cual se valen los ultras en la actualidad, es radicalmente anti-dominicana. Pero muy poca gente se da cuenta de ello por el éxito que ha tenido la construcción del olvido de nuestra sociedad.

Casi nadie sabe que la nación dominicana tiene uno de los comienzos más loables en todo el hemisferio. Que se desconozca un capítulo de nuestro pasado nacional así de importante consterna. Los regímenes con tendencias autoritarias no tienen gran interés en estimular la memoria de momentos del pasado que muestran a la ciudadanía cerrando fila con la inclusión, la justicia y la igualdad porque quienes se desvivieron por avanzar el ideal democrático ayer se parecen demasiado a esos ciudadanos que en el momento actual objetan las acciones de las autoridades. Por lo tanto hacen porque se nos olvide el ejemplo de lucha que nos legaron nuestros antepasados. Lo hacen promoviendo un caos moral que busca borrar la línea divisoria entre la conducta loable y la repudiable; entre la verdad y la mentira; entre el conocimiento y la ignorancia. Así, un político que se mantuvo en la presidencia mediante el asesinato político, la corrupción administrativa, el fraude electoral y el soborno a los jueces, recibe del Congreso Nacional el título ilustre de “Padre de la Democracia Dominicana” al año después de dejar el poder y haber reducido la Constitución a un desechable “pedazo de papel” en cada uno de sus 22 años de gobierno delincuencial.

El caos moral que anula la brecha entre la mentira y la verdad se expresa en el campo del saber en un ambiente que entroniza la estulticia, desautorizando a los estudiosos serios que ostentan autoridad para verificar saberes. La vigencia de ese ambiente se refleja en el reconocimiento alucinante que en el tercer lustro del siglo 21 recibió un abogado impenitentemente trujillista quien desde el 1954—cuando el tirano lo nombró diputado—hasta el presente ha vivido de la maledicencia dirigida a todo sector defensor del avance democrático. A dicho personaje se le conoce por la desinformación consuetudinaria, la promoción de golpes de Estado, el ejercicio tenaz de la difamación, el apego a la falacia en sus declaraciones públicas y la carencia de un manejo elemental del buen decir. No obstante esas credenciales, el literato Presidente de la Academia Dominicana de la Lengua Bruno Rosario Candelier, cautivado por el verbo del abogado en cuestión, le extendió el epíteto “Prócer de la Palabra”. Entre sus devotas loas, el literato destacó la “dimensión patriótica” de la “fecunda” carrera del personaje en los medios de comunicación, además de la “riqueza de lenguaje y hondura conceptual” de sus asertos, por lo cual valoraba su historial como “ejemplo admirable” para los jóvenes dominicanos (“Maestro” www.listindiario.com 17 Dic. 2015).

El caos moral que hace posible la exaltación del abogado en cuestión quizás haya tenido su máxima expresión para los académicos en la eclosión del caliezaje intelectual que protagonizó en septiembre del 2015 el afro-dominicano negrófobo, consagrado anti-haitiano y miembro del más ardiente grupo ultranacionalista Manuel Núñez. Autor de libros que le han ganado premios exclusivamente por su apego a la definición trujillista de la dominicanidad como enemistad, Núñez logró hacerse noticia nacional de nuevo delatando a los autores del libro de texto de ciencias sociales que se había utilizado para el 6to grado en las aulas del país desde el 2009. El exitoso ultra, de manera inconsulta procedió a hacer un “peritaje” de las páginas del libro a partir de su cociente de nacionalismo, un criterio que jamás podría habérsele ocurrido a los peritos académicos realmente acreditados para realizar la evaluación de libros de textos y establecer su idoneidad para uso en las aulas escolares del país. Visto desde esa novedosa perspectiva y valorado por los ojos fervorosos de un ultra, el libro no paso la prueba de Núñez, quien lo declaró “anti-dominicano” por enfatizar la práctica de la esclavitud durante la dominación colonial europea en el nuevo mundo, por afirmar que “Haití” era uno de los nombres nativos para toda la isla en la era precolombina, por el número de veces que el texto menciona el nombre de “Haití”, por hacer hincapié en la raza como un factor importante en la sociedad dominicana y por afirmar que los haitianos y los domínico-haitianos padecen discriminación en el país (“Escritor pide retirar libro de texto” www.listindiario.com 4 sept. 2015).

Para el delator, el libro contenía información anti-dominicana puesto que daba a entender que la sociedad dominicana era racista, denuncia que despertó el brío de ultras, anti-haitianos y negrófobos, quienes convencieron al ministro de educación de la justeza nacionalista de su llamado. No obstante haber comenzado ya el año lectivo, el patriótico titular de educación procedió a retirar el libro de texto de las aulas del país y pedir la composición de uno nuevo. Aunque ni el delator ni el Ministro tenían erudición histórica comparable al bagaje académico de los estudiosos que defendieron la veracidad y el equilibro narrativo del libro, tales como Raymundo González, un historiador reconocido por el calibre intelectual y la rigurosidad historiográfica, el poder se impuso sobre el saber. Durante las tres décadas del trujillato, algo era verdad si satisfacía la epistemología del régimen. El triunfo del delator Núñez sugiere que todavía estamos ahí.

IG ¿Qué tú crees que hay detrás de esa sentencia del Tribunal Constitucional?

ST. Muy claramente es una estratégica sentencia de supresión de votos de la misma familia moral de la que mantuvo a los afroamericanos alejados de las urnas en el Sur de los Estados Unidos durante casi un siglo tras finalizar la esclavitud formal. En la política norteamericana, el instinto supresor ha regresado con el ascenso político de un presidente racialmente mixto. El sueño de supremacía blanca no ha fallecido en el país y de ahí el surgimiento de una batería de leyes dirigidas a dificultar el acceso a las urnas de los grupos minoritarios. La política dominicana se ha beneficiado de ese precedente y lo adoptado como modelo, pero lo ha combinado con el modelo Nazi que en los años treinta le retiró la ciudadanía a los alemanes de herencia judía.

Cuando las minorías que han padecido exclusión por mucho tiempo comienzan a reducir su indefensión y aumentar su grado de participación ciudadana, la respuesta de los grupos que hasta entonces han monopolizado la hegemonía política, económica y social tiende a ser violenta. En la República Dominicana surgió un líder de origen haitiano llamado José Francisco Peña Gómez que terminó superando en poder de convocatoria al fraudulento Joaquín Balaguer y al honesto Juan Bosch, los dos patriarcas que dominaron la política nacional a lo largo del siglo 20. Al gobierno de turno le resultaba muy clara la identificación de los compatriotas de origen haitiano con el entonces mayoritario Partido Revolucionario Dominicano por tratarse de la organización política vinculada al gran liderazgo de Peña Gómez.

Cuando en septiembre del 2013 se hizo público el fallo que desnacionalizaba a los compatriotas domínico-haitianos y se supo de las más de 250, 000 personas que perderían la ciudadanía, yo quedé atónito. Sabía que nuestro liderazgo político era capaz de mucha desvergüenza, pero no había imaginado que llegaría a emular las aberraciones del Tercer Reich. Pero mi amigo Angel Alexis Soto, compatriota residente en Syracuse, reaccionó de manera más científica. Atento a las estadísticas del mercado electoral, sacó la calculadora y computó el impacto de anularles la ciudadanía a 250, 000 votantes históricamente fieles al entonces principal partido de la oposición. Me dio cifras que mostraban cómo en cada una de las contiendas electorales desde el 2004 hasta el 2012, el partido de gobierno se había reelegido con una porción de ventaja cada vez menor, lo cual ponía en tela de juicio su posibilidad de asegurar el poder de nuevo para el 2016. Aunque la creación del Tribunal Constitucional que desnacionalizaría a los dominicanos de herencia haitiana no formara parte de la estrategia política del actual presidente, sino, más bien, la heredara de su predecesor, un análisis estadístico de las cifras electorales dejan claro que la reelección del 2016 se benefició sustancialmente de la ausencia de votos domínico-haitianos.

IG ¿Y con la matanza del 37, qué fue lo que pasó, según tú opinión?

ST: En su importante obra El Proceso de Desarrollo del Capitalismo en la República Dominicana (1844-1930), los historiadores Jacqueline Boin y José Serrulle Ramia dan datos que ayudan a entender la matanza como un recurso de apropiación de las tierras de las víctimas. En las zonas afectadas había haitianos y dominico-haitianos, además de compatriotas de otros orígenes, dueños de propiedades significativas, las cuales pasarían al control de Trujillo después del maléfico suceso. Partiendo de Boin y Serrulle Ramia, se puede comenzar a entender la matanza del 1937—crimen contra la humanidad contemporáneo al genocidio que para la fecha cometía el régimen Nazi—tiene entre sus causas importantes el latrocinio que caracterizaba al violador de San Cristóbal.

Luego vendrían los escribas del criminoso régimen—Manuel Arturo Peña Batlle, Joaquín Balaguer, Emilio Rodríguez Demorizi, entre otras plumas famélicas—a intentar dar categoría nacionalista a la delincuencia trujillista. Se desbordaron en el despliegue más vulgar del dogma anti-haitiano, recurso ideológico del que ya para la fecha disponía la intelligentsia negrofóbica criolla. Ese recurso ideológico no siempre estuvo ahí, pero Trujillo es el primero en darle uso efectivo como estratagema desinformadora que le sirve para distraer la atención de la población sobre los problemas inherentes a su régimen y prolongar su estadía en el poder. Peña Batlle y Balaguer pondrían su prosa al servicio de la demonización de la persona haitiana sin aportar nada original sino sencillamente valiéndose del ya viejo dogma negrofóbico. La intelligentsia occidental había creado ese dogma con el fin de ennoblecer la violencia y la iniquidad de la economía esclavista de la cual se lucraban las potencias coloniales europeas y los Estados Unidos, naciones comprometidas con el ethos cristiano de amar al prójimo como si mismos. Todo lo que los justificadores de la perversidad colonial al principio dijeron para deshumanizar a las poblaciones indígenas y luego repitieron los justificadores de la economía de plantación sobre los africanos esclavizados, pasarían los letrados siervos de Trujillo a decirlo sobre los haitianos. Balaguer lo rumiaría toda su vida, dejándoselo como legado a las generaciones políticas posteriores. Los jueces que integraron el Tribunal Constitucional que concibió la idea de quitarle la ciudadanía a los dominicanos de origen haitiano son mayormente herederos de ese legado.

IG ¿Dónde nace el antihaitianismo?

ST: El antihaitianismo precede al surgimiento de la República Dominicana. Comienza en el momento mismo en que unos negros en la parte oeste de esta isla del Caribe, en su mayoría afrodescendientes y africanos que hacían trabajo forzado en la colonia francesa de Saint Domingue, se alzan y desmontan la estructura colonial que los mantenía en deshumanizante cautiverio. El Occidente cristiano no estaba en condiciones de aceptar ese desenlace. No podía concebirlo. Por siglos los amos habían establecido su derecho a acumular riqueza maltratando despiadadamente a los cautivos y reduciéndolos a la condición de bestias. Habían justificado la vileza de esa economía en base a su presunta superioridad racial. Ello significaba que los amos poseían virtudes que la creación había negado a los vencidos, entre ellas la razón, el talento, la belleza, la responsabilidad, la moral, la valentía, la fe religiosa y la capacidad de gobernarse. Dicha superioridad daba a los amos autoridad para desproveer a las razas inferiores de sus bienes y de su libertad ya que la carencia de luz les impedía hacer uso óptimo igual de sus pertenencias que de su libre albedrío. Según rezaba aquella lógica peculiar, el cautiverio bajo el mando de manos cristianas ofrecía a los vencidos, por la mera cercanía a los blancos superiores, la oportunidad de elevar su condición humana. Por eso, cuando los amos caen en la cuenta de que la embestida de los negros insurrectos no será fácil de contener y comienzan a desocupar a Saint Domingue, el líder militar Napoleón Bonaparte, ya ostentando el rango de Primer Cónsul de la República Francesa, se niega a aceptar dicho desenlace. De ahí que se lance a invertir vastos recursos en el intento de recuperar la colonia y re-esclavizar a los alzados. El Cónsul dispuso la invasión de la isla enviando una expedición militar cuya magnitud superaba todas las campañas bélicas que Francia había enviado a ultramar en toda su historia como poder colonial. ¿El resultado? Los insurrectos que habían vencido la fuerza militar local también derrotaron al impresionante ejército napoleónico. A los franceses no les quedó otra opción que aceptar la victoria de los rebeldes en el plano militar. Y a partir de ahí comenzó el boicoteo en todos los demás planos.

Ahí comienza el discurso de maledicencia contra ese país de negros insurrectos que se mostró militar y moralmente superior al imperio francés y a sus aliados en el Occidente cristiano. Ante ese escenario, para el 1893 Frederick Douglass, quien había servido como cónsul de los Estados Unidos en el asediado país, ya lo consideraba milagroso que con toda la agresión proveniente de “todo el mundo civilizado” (léase las naciones poderosas del Occidente cristiano beneficiarias de la economía esclavista) Haití todavía seguía existiendo. El despliegue de difamación y urdimbre conspiratoria contra Haití todavía podía percibirse en enero de 2010, cuando a raíz del terremoto que devastó a Port-au-Prince y otras zonas aledañas de la geografía del país, el Reverendo norteamericano Pat Robertson culpó a los haitianos del terrible desastre natural que se había llevado de encuentro a más 300, 000 vidas, destruyendo a más de medio millón de hogares. Según el conocido religioso, ellos se ganaron esa justicia divina cuando en la lucha por su libertad a final del siglo 18 hicieron un pacto con el diablo para que los ayudara a liberarse de los franceses (James, Frank. “Pat Robertson Blames Haitian Devil Pact for Earthquake” www.npr.org 13 jan 2010). El capítulo dominicano del anti-haitianismo arrancó después del 1847, cuando a la clase gobernante del nuevo país le quedó claro que si no quería padecer el mismo ostracismo a que Occidente había condenado a Haití—por ejemplo, a 43 años de su independencia Estados Unidos todavía se negaba a reconocerle la soberanía—, había que adoptar el anti-haitianismo vigente en la comunidad internacional a la cual el país necesitaba entrar.

IG: ¿Cuáles a tu entender deberían ser las líneas de investigación de la Academia Dominicana?

ST: Bueno las grandes líneas de investigación deberían centralizar el gran tema de la diversidad y el urgente tema de la ciudadanía. Realmente estamos muy lejos de entender o recuperar la memoria de cuánto nos corresponde, la voz que estamos regalando al régimen, la facilidad con que descuidamos el derecho a ser parte de la decisión. Nos hemos convertido en súbditos en vez de ciudadanos. Hemos aprendido a suspender la indignación cuando nos roban, nos estultifican, nos hacen cómplices de nuestra propia indefensión. Recuerdo la compatriota que durante los noventa me encontró “original” al oírme decir algo elemental: que cuando Balaguer salía por las calles a dar rollos de papeletas para comprar votos, a él había que pedirle que demostrara el origen de ese dinero y que si no podía documentar que lo había sacado de su sueldo o de sus ahorros, probablemente estaba cometiendo un hurto al erario que lo podía llevar a la cárcel. A mi amiga ese juicio le parecía la gran cosa porque el país vivía un momento en que los secretarios de Estado debían procurar una reunión personal con el presidente si querían hacer uno del presupuesto que el Congreso había asignado a sus ministerios.

Hemos mejorado mucho, sin duda. Pero nos falta un largo trecho. Todavía un jefe de la policía puede valerse del asesinato colectivo para combatir la delincuencia y a veces los legisladores a quienes les corresponde velar por un orden de ley terminan promoviendo el uso ilegal de la violencia policial. La sociedad recuerda uno de los primeros casos de un jefe policial que se dignaba dar explicación de las muertes causadas por la policía en el ejercicio de su función como fuerza del orden. Era una comparecencia del Mayor General José Armando Polanco Gómez que tenía como fin explicar a una comisión de la Cámara de Diputados si era necesario matar tanta gente para mantener el orden. Al final el Jefe de la Policía, con todas las ejecuciones extra-judiciales que tenía a su haber, terminó expresando mayor preocupación por las vidas de población civil que los diputados. Un buen números de ellos no solo se mostró desinteresado en escuchar la justificación del jefe policial, sino que lo animó a seguir y aumentar la práctica de darles “p’abajo” a los sospechosos de delitos para reducir la delincuencia. Y seguramente ninguno se percataba de la naturaleza delincuencial de ese consejo. Todavía horrores como ese duran en la primera plana de las noticias solo un par de días. Si nuestra sociedad va a sobrevivir espiritualmente, nos urge recuperar la capacidad del espanto ante el horror cotidiano. Sin la capacidad del espanto, el asombro que lleva a la indignación cívica, la persona no califica para llamarse ciudadana. Habría que plantearse si la imaginación literaria cuenta con recursos que nos ayuden a vislumbrar formas de salir de nuestro círculo vicioso.

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