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PÁGINAS BLANCAS

Poesía, desnudez

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CARLOS X. ARDAVÍNSanto Domingo

Llego a casa y encuentro a la mujer desnuda leyendo sobre las plumas ociosas. En sus manos revolotea una vieja antología de la poesía áurea. Es el viejo ejemplar que estudié en mis años mozos, y en cuyas páginas fuí feliz. Las manos de la mujer acarician el volumen, parecen seducirlo, con esa gratuidad que otorga la desnudez y la plena conciencia de la belleza. La carne y sus racimos, sus manos febriles tocando el arpa de mi cuerpo.

Merendamos: una manzana amarilla, un poco de queso y pan y un café recién colado.

El aroma inunda la cocina, y nuestras palabras se mezclan con el canto de los pájaros. En los árboles del patio, los frutos duermen la larga siesta del otoño. En la lejanía, el horizonte plateado semeja un espejo que reproduce los mínimos artificios de la ciudad. Mientras termino mi bocadillo, ella descifra un soneto de Aldana, y entorna sus ojos y aprieta sus labios como queriendo guardar un dulce secreto: el maravilloso tesoro recién descubierto en unos versos antiguos que amparan su tristeza, que le dicen al oído lo que mis palabras callan o no saben enunciar.

La tarde transcurre entre esporádicos besos y estrofas de complicada belleza.

Sus manos, delicadas torres sedientas, recorren mi vacío pensamiento. Como hormigas sin tiempo trazan el sendero en el desierto de mi alma. Río que desemboca en el morir de este día memorable, en la nada cotidiana que me asedia como una rara flor o un agua oscura.

La mujer desnuda planta un beso en mi boca, antes de encerrarse nuevamente en el paraíso del libro.

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