Santo Domingo 23°C/26°C thunderstorm with rain

Suscribete

LA CUARTA PARED

La cebra

Avatar del Listín Diario
Virginia Sánchez Navarrovirginiasn@hotmail.com

La cebra siempre fue así. De atención limitada. De concentración infiel. De interés finito.

Siempre fue así, solo que por mucho tiempo no lo supo. Lo pensaba común, lo pensaba generacional… o más bien ni lo pensaba. Fue con el tiempo que empezó a sospechar lo absurdo del asunto. Los ojos se fijaban fácilmente en cualquier cosa: en el verde de las hojas, en el brillo del agua, en el ceceo de la serpiente. Todo la maravillaba, cada cosa estallaba en su mente como una explosión. Y con ella venía el sin fin de posibilidades futuras que cada objeto — las hojas, el agua, la serpiente — traería. Miles de colores saltaban ante sus pupilas como llamas de fuego. Saltaban.

Saltaban. Y de pronto ya no estaban. Su mente volvía a estar en blanco. Ya no recordaba qué la había hecho emocionar.

Entonces otra cosa, algún ave, la forma extraña del baobab, su propio reflejo en un charco… coqueteaba ante sus ojos y así empezaba, otra vez, un nuevo enamoramiento y otra nueva aventura.

La cebra tuvo que ver repetirse muchas veces las temporadas antes de empezar a temer que este zigzaguear de la mente no le haría bien. Lo temió. Y el temor le quitó exactamente dos horas de sueño luego de las cuales prosiguió a soñar con pájaros adamantinos que volaban a lo lejos iluminando toda la sabana con sus delicados movimientos de luz. ¡Que espectáculo hermoso! — recordó al despertar.

Y pasó el día tratando de imitar su vuelo. Los sueños… esos nunca se le olvidaban.

Fue al anochecer de un día de calor furioso cuando todo cambió.

La cebra caminaba agotada hacia la orilla del lago tratando de absorber la brisa ligera que traía la oscuridad. Se bajó a beber y allí lo vio. Era el pez más hermoso que había visto, y en aquella laguna había visto muchos peces. Su cuerpo verde y nacarado volaba libre bajo el agua dejando un reflejo brillante a su paso. Un reflejo de bosque y de menta. La cebra nunca había visto algo así, al menos no que se acordara. Siguió con cuidado sus movimientos , lo vio saltar fuera y dentro de la superficie hasta que se decidió a gritarle: ¡Ven! El pez se detuvo. No sabía que alguien lo observaba. Su ojo derecho encontró a la cebra y el verla lo hizo temblar. ¡Ven! — repitió la cebra mientras golpeaba el suelo con las pezuñas de la emoción. No — contestó el pez. La cebra lloró. Lloró porque no se acordaba que ya otras veces le habían dicho que no.

Es porque soy de tierra — le reclamó.

No — dijo firmemente el pez.

Es porque tengo pelaje — insistió.

No — finalizó el pez, y comenzó a irse.

Pero los peces, no como las cebras, poseen una magia antigua y que esconden muy bien.

Ellos no olvidan. Las cosas que ven, las voces que escuchan quedan dentro de ellos por espacios de tiempo indescriptiblemente largos, mucho más largos que varios minutos. El pez, por más profundo que nadara no podía olvidar el llanto, ya distante, de la cebra.

Entonces regresó. Cuando cortó el cristal se sorprendió al ver a la cebra aún llorando. “¿Quieres saber por qué no voy hacia ti?” La cebra asintió de inmediato y sacudió la cabeza para secar las lágrimas. “Pregúntale a las hojas, y a la serpiente y al ave”.

Y así fue como la cebra recordó que, una vez, en algún lado de la sabana, había dejado a algunos que aún la esperaban.

Algunos que aún la buscaban.

Algunos a los que nunca les dijo que se iba. El pez nadó en un amplio círculo y dentro de este la cebra los encontró reflejados: el ave echada en el suelo, las hojas ahora marrones, la serpiente enferma negada a cambiar de piel. La cebra no lloró. Cuando el dolor lo ha provocado uno mismo, se tiene la decencia de no llorar.

El pez se quedó por un rato y ya cuando empezó a irse la cebra le gritó: “¡Ven!” Pero esta vez no volvió. La cebra pensó en su cuerpo, verde, brillante. Nunca había visto algo así. En ese momento quiso tenerlo más que nada. Más que al agua. Más que a la rama. Más que a los pájaros del sueño. El sueño a veces hace que le duela a uno la panza. Los leones tienen menos panza que las panteras… ¿Quedará aun un buen espacio para dormir en la pradera? La cebra se dio la vuelta.

No se había dado cuenta de cuánto quería dormir.

Tags relacionados