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“Residencia en la luz” de Manuel Llibre Otero

Enfrentarse con un poemario es una aventura. En toda aventura la experiencia nos enriquece y, a la vez, nos muestra otro punto de vista de la creación. No existe un recetario para hacer poesía, ni fórmula para lograr el poema. Sabemos dónde hay o no poesía. Si me preguntaran cómo definir el poema en un texto, no sabría explicarlo, pero sé identificarlo. De algo estoy seguro, cualquier tema sirve a la literatura, pero el que sea literario depende, en última instancia, de las formas que significan. Podemos llenarnos de buenas intenciones, aunque esas intenciones no lleguen a encarnarse en el poema. El poema es un cuerpo verbal que tiene su orden, pero un orden nuevo entre otros órdenes, peculiar en la mansedumbre o tempo que impone su presencia independientemente, incluso, del poeta mismo. Para ello se necesita de la invención y la conciencia. El poema siempre se sale con la suya. Es proteico.

El poemario Residencia en la Luz del veterano Manuel Llibre Otero me ha causado una especie de delirio porque registra múltiples síntomas que no encajan con una propuesta unitaria. Para toda aventura hay que ir ligero dispuesto a dejarse penetrar por lo desconocido. El poeta es un arqueólogo de lo invisible, del hallazgo inaudito, de la luz peligrosa y sensual. Para Llibre la luz se metamorfosea desde la contemplación para fundirse con experiencias interiores y de otras que tienen que ver con su biografía, pero, cuidado, la luz es fiel y pulveriza cualquier juego no merecido en su ámbito.

El título de una obra me inquieta pues dice y a la vez oculta. De inmediato me llegó a la memoria el poemario de Neruda, cómo evitarlo, pues soy arrastrado por la curia mucho antes de saborear. Residencia es estar de asiento en un lugar. La luz adquiere identidad de lugar y esto, de por sí, encanta, eso si la separamos del tiempo. Ella es fuente de espiritualidad, de felicidad y plenitud. Sin embargo, también tiene su resonancia material. En el poeta surte mayor efecto esta materialidad, este puro festinar imágenes desbordantes y, a la vez, sumergidas en un mundo en la que él pone las coordenadas. La luz se instala en la memoria y desea materializarse en el poema.

Para mi sus poemas breves son los mejores. Los de mayor extensión tienen ese sabor de lo perdido que se ha de buscar con todo lo que se tiene, en cambio, en los breves se sosiega y la correspondencia es diáfana. Veamos estos versos:

“Mi madre cultiva orquídeas

Y las orquídeas

Cultivan a mi madre.

Estos versos tienen una maravillosa conexión entre las orquídeas y su madre. Esta conexión interdependiente se resuelve en el cultivo de la belleza, tanto de las flores como de ella. Incluso, en los versos siguientes, alude a ese tiempo en que ella era una niña:

“A ellas les intriga esa niña cándida

Que cada mañana insiste

En verlas respirar misterio.

Ambas, a su modo, cultivan la belleza,

Esa forma de vida que solo crece

En la inocencia reintegrada.”

(Residencia en la flor, pág. 64)

Hay aquí una sutil manera de reflejar el misterio entre el mundo y la interioridad. La inocencia no adversa, aúna, no separa y, por tanto, resplandece. Ese hallazgo hace del poeta un vidente de las cosas cotidianas.

“La poesía

No conquista,

Sino celebra.”

(Residencia en la Poesía, pág. 74)

Toda conquista termina en dominación. La dominación conduce al poder, y el poder enajena, tarde o temprano, terminando dominado por lo conquistado. La poesía, en cambio, celebra lo existente sin doblegar o sujetar, sino exaltando la creación, perfecta desde cualquier ángulo.

Os dejo con un libro que nos abre la puerta a una estancia milagrosa y, a la vez, nostálgica.

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