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LA CUARTA PARED

Esa noche la claridad

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Virginia Sánchez NavarroSanto Domingo

Recuerdo que esa noche me tuve que ir a dormir temprano. Todavía a esa edad temía terriblemente a la oscuridad. Aún le temo, de seguro, solo que la adultez ha enviado el espejo de la lógica para abochornarme por miedos infundados y entonces ya, luego de tantas noches de recibir a la oscuridad con la frente en alto, he llegado a olvidar a qué exactamente le temo, aunque el temor aun esté allí.

Aquella noche, por primera vez, me obligaban a dormir sola, sin hermano o hermana a quien despertar en el probable caso de que aparecieran mis temidos demonios. Podían ser cualquier cosa. Un ladrón, un espíritu, un miembro del Ku Klux Klan... una vez era un ominoso árbol negro frente a mi cama llamándome hacia él. Nunca subestimaré el nivel de tensión al que está sometida la mente infantil.

Me acuerdo que rogué, imploré por una noche más sin tener que usar mi nueva cama. Pero mi “nueva” cama tenía ya un año ocupando la habitación sin que la aprovechara alguien más que el Pequeño Pony, la Barbie falsificada y Leonardo, la tortuga ninja azul. Sí, el momento había llegado. Entonces, luego de entrar metódicamente el ruedo del mosquitero por debajo del colchón, luego de que apagaran (despiadadamente, en mi joven opinión) el bombillo del techo; me senté, me subí la cobija hasta el cuello y me abracé las rodillas mientras forzaba a los felinos ojos a discernir algo, cualquier cosa, en la desesperante oscuridad.

En los últimos años, al pensarlo, me encuentro sin darme cuenta deseando que mi mayor miedo sea otra vez la oscuridad. Que sea algo tan práctico y solucionable como aquello. Que pueda resolverlo con tan solo encender la luz. Sucede que la vida empieza a reemplazar a aquellas fantasías y un día vas caminando por ahí y de pronto te encuentras demonios infinitamente más temibles. Y su terrible peligro radica en su indiscutible existencia, en sus amenazantes posibilidades.

Esa noche continué sentada en la cama sin atreverme a recostar la cabeza en la almohada: cómo podría defenderme, estando acostada, de lo que podía esconderse en mi habitación? Luego de unos minutos, sin embargo, decidí que en realidad no quería defenderme, que quería simplemente no tener que estar allí, soportando la oscuridad. Entonces pensé: Dios... Dios... Por favor, que amanezca, por favor que amanezca...

Todavía al hacerle la historia de esa noche a mi mamá, esta me dice que lo que en verdad sucedió fue que me quedé dormida sentada, sin darme cuenta del paso de las horas. Pero esa explicación, la más lógica, aun no me convence. Esto fue lo que sucedió tal como lo recuerdo: Luego de pedir que amaneciera esperé unos segundos. Lentamente fui abriendo los ojos... el sol ya se metía por la ventana, había amanecido. Pensé despertar a alguien, gritar lo que había pasado pero algo me impidió hacerlo. Se me había concedido el favor y no sé por qué sentí que con que yo lo supiera estaba bien. Hoy, cuando aparecen las oscuridades, ya no amanece con tan solo decir “por favor”. Ahora amanece cíclicamente, a su tiempo y tras una enseñanza. Quizás, cuando hayamos aprendido todo lo que hemos de aprender, la fiel claridad de la niñez volverá al abrir nuestros ojos y nunca querrá esconderse.

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