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Tierra blanca o la realidad ficcionada del suroeste

Apenas se asoma el lector a las páginas de Tierra Blanca, de Ángel Atila Hernández Acosta, se descubre ante él un paisaje del suroeste de nuestro país, con sus caminos agrestes, animales de carga, plantas de suelos áridos y la pobreza característica en muchos de los campesinos de esta, muchas veces olvidada región de nuestro país.

En los relatos que conforman este volumen, el autor hace gala de una imaginación privilegiada, de la que se vale para mezclar elementos costumbristas y tradicionales de la región con la ficción que mana de su propia capacidad creadora, ofreciéndonos un universo mágico, en el que no sabemos cuál es el límite de lo real y cual el de lo imaginario.

En Tierra Blanca, el autor nos envuelve en relatos fascinantes, en los que recoge las creencias y el sentir popular de la época. Se muestran con detalles muchas de las prácticas y hábitos que conforman la cultura de la Neiba de entonces, que no dista mucho de la de otros poblados de la región. Las galleras, las velaciones, los bailes en los que los hombres portaban en los bolsillos las botellas de ron, las velloneras, las creencias en apariciones, “las tomas” medicinales o brebajes, el arado con bueyes, los convites con sus cantos de azada, son un retrato sociológico de la localidad y de la época.

En cuentos como Tierra Blanca, que da nombre al libro, la obra alcanza elevados niveles de realismo mágico. Aquí se manifiestan, más que en cualquier otro de los relatos, las creencias en seres sobrenaturales. Aparece la figura del íncubo, o demonio que posee el cuerpo de la mujer, tras cuya posesión esta queda maldita, muestra también del determinismo que plantea un final desgraciado para quienes osen desafiar el correcto orden establecido y hacer pactos con el diablo.

En el cuento “Nube negra”, se evidencia también la creencia determinista de un destino superior que ha signado a los hombres a su antojo y del que no es posible escapar, como refleja la siguiente cita:

“Pero algún día, Juan La Flor había de saber que él era un hombre como todos los hombres: pobre cosa viva que va por el mundo expuesta a los caprichos de todas las adversidades, ruta propicia para todos los viajes sin puerto del destino”.

Hernández destaca la concepción de la época sobre la mujer, a la que se alude como jamona, al no casarse a temprana edad, y de la que se considera, pasada una determinada etapa, sin posibilidades de concretar una relación, como se evidencia en el fragmento:

“La muchacha que no bujque

Su marío en la juventud,

Cuando e vieja y no gujte

Que cargue su penca e’ crú”

La tradición machista que plantea una edad para el matrimonio de la mujer, considerándola descartada después de dicha etapa, se evidencia en otros momentos de la obra como en este fragmento del cuento Cañamaca, con el que inicia el libro:

“Y la hija de 27 años, que se quedó con ellos definitivamente, después que la engañara el novio”.

A lo largo de cada uno de los relatos, el autor hilvana las historias de hombres, mujeres y animales que son parte de una realidad, olvidada, desconocida, pero sobre todo dura, en la que el trabajo por la supervivencia, las creencias en lo extraordinario y lo sobrenatural, los afectos y desafectos que se dan entre los personajes, sirven como excusa para, apoyado en su imaginación, rescatar y poner de relieve leyendas, tradiciones y creencias no solo de Neiba, sino de muchos otros lugares del sur y el suroeste de nuestro país, sobre todo, de las zonas rurales.

Pero no solo se trata de colocar al azar elementos propios de la magicorreligiosidad de la región, sino que en “Tierra Blanca”, el autor demuestra una habilidad narrativa, que mantiene al lector interesado en finalizar el relato. El nivel de detalles con que se describen los paisajes, los personajes y las emociones que éstos experimentan, como la agonía, el pánico, la desesperanza, el desengaño, a través de imágenes sensoriales, permiten al lector no solo contextualizar, sino relacionarse con los personajes y sus situaciones.

La ficción es permeada por una poética llana, pero profunda, con la que el autor, además de otorgar a la obra un valor estético agregado, seduce al lector y logra conectar con sus emociones. En el tinte poético de la obra subyace una intención de ahondar en el interior de los personajes y sus destinos. La poesía es, podríamos decir, aunque sin pretensiones, filosófica, existencial. Muestra de ello son los siguientes fragmentos:

“Para ese la vida tenía otras dimensiones, otras esperanzas, y su rebeldía era distinta a la de aquellos que pueden ir muriéndose sobre sus pies”.

“Porque recordar es esconderse en el último crepúsculo de un sol que resbaló en la tumba de su ocaso”.

Es insoslayable la alusión a Pablo Neruda al insertar en “Vitia la dolorosa” los versos del poeta chileno: “Es la hora de partir, oh, abandonado”, que el autor utiliza como pie para introducir un elemento fatalista con la expresión parafraseada: “es la hora de morir, oh, atormentado”.

La carga poética de la obra, no obstante, es utilizada de modo que no desplaza los relatos: las historias y sus personajes siguen siendo los protagonistas.

Pero el conocimiento de la realidad social y cultural de Neiba, no se expresa solo en las tradiciones y creencias narradas por el autor, sino, y sobre todo, en el acertado uso de los modismos lingüísticos propios de la región. Leer cualquiera de los cuentos del libro “Tierra Blanca” es conversar con uno de sus personajes en su propio contexto lingüístico, elemento atractivo para quien desconozca el habla coloquial y campesina del suroeste, y que además aporta verosimilitud a los relatos, pues recrea la estampa del campesino de la zona.

Si bien lo mágico está presente a lo lago de la obra, esta no está exenta de un realismo que no solo pone de relieve el carácter, estilo de vida y carencias de los habitantes del suroeste, sino que denuncia con tono de desengaño y resignación el sistema de cosas impuesto en el que el dinero se erige como medida del valor personal y dueño del destino de los hombres.

“Yo no podía saber ayer que en una moneda cabe el mundo ni que el hombre se detiene donde muere su cartera”.

Y así, mezclando ingenio con tradición, realidad con ficción, leyendas y creencias con imaginación, Hernández Acosta nos descubre un suroeste repleto de una rica carga cultural e histórica, y aprovecha para insertar en él, a expensas de esos hombres y mujeres rurales, sumergidos en la aridez, rodeados de gallos, bueyes, cactus y bayahondas, a seres por cuyas pasiones, fuera de la ficción, podríamos encontrar en cualquier esquina.

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