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LA CUARTA PARED

Dos cosas

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Virginia Sánchez NavarroSanto Domingo

El tiempo es tan relativo que ya no sé si hace mucho o hace poco. Cierro los ojos y aún consigo ver detalladamente la luzamarilla y tibia de la pequeña y desorganizada sala repleta de estantes y libros fascinantes.

Aun puedo oler las páginas usadas, los plátanos hirviendo… ¿Será que hace poco tiempo? Pero allí, viéndola al fin otra vez, tan pequeña y callada, encerrada en lo que sería su última cama, me entran las dudas. No está su voz, así de fuerte como de melodiosa, no me habla con explicaciones pacientes, no me abre la puerta para invitarme a pasar. Veo mis manos: bajo la luz amarilla nunca fueron tan grandes; mis ojos, que ahora la miran, tenían que alzarse a lo alto para poderla mirar.

Me alejo y me siento… pasó mucho… mucho tiempo.

¿Cuándo pasaron los días? ¿Dónde estuve? ¿Fue tan lejos que me fui? No volví a verla.

Hace mucho, sí, ciertamente mucho tiempo, alguien me enseñó a escribir. Me enseñó a descubrir, a leer. Me enseñó, antes del tiempo supuesto, que existía un posible desahogo para el sin fin de pensamientos que desde tan corta edad ya inundaba mi cabeza, provocando así las primeras noches de mis característicos desvelos.

Ella lo notó, no sé si en mis ojos o en mis manos o en el completo desinterés que mostraba por las cosas del día a día. Me dio la llave: me dio libros que hablaban de héroes sin temor, me regaló páginas en blanco para cubrirlas con mis imperfectas aventuras. Y no tenía que hacerlo, nada la obligaba. Pudo sentarme frente al televisor y esperar a que el tiempo pasara.

Y, si lo hubiera hecho, estoy completamente segura de que mi vida sería distinta. Al año siguiente entré a un primer grado escolar que ya no tenía nada que enseñarme; no por mi mérito si no por el de ella. La vida tomó el control del tiempo y me regaló un año, todo un año, que me haría llegar más rápido a donde fuese que quisiera llegar.

Ese año ha probado ser uno de los mejores regalos que he recibido.

Siempre que logro algo, pienso: de no ser por ella, aun estaría esperando.

Aquí, mirando a ese ser que para mí fue la generosidad personificada, pienso en alguien que vio a una niña y no miró su aspecto, no la midió por su edad… alguien que no conocía la envidia ni el resentimiento porque no tuvo miedo a compartir su valioso conocimiento.

No tuvo miedo a que esa niña llegara más lejos, o lograra lo que quizás ella quería lograr. Su único fin era abrir mi mente y solo Dios sabe lo diferente que estuviera el mundo si cada niño encontrara quien hiciera eso por él.

Este no era el lugar en que quería volver a verla. El tiempo, ese burlón mentiroso me hizo pensar que de él siempre iba a haber. No volví jamás a la vieja sala con luz tibia. No volví a ver los libros ni a probar el mangú.

Olvidé que hay cosas que hay que decirlas cuando la voz aun se escucha. Quizás esta sería su última y su mejor lección.

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