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ENSAYO

El cine en espacios cerrados

El estreno del filme israelí “Gett: El divorcio de Vivianne Amsalem” reaviva el tema del cine dentro de espacios cerrados, ya bien juzgados, viviendas, oficinas o consultorios médicos. En el caso de la película judía el proceso civil de una mujer para obtener el divorcio de su esposo que las leyes le impiden, reabrió el debate acerca de la eficacia estética del cine cuando se sumerge en determinadas estructuras cerradas que le impiden a la cámara (y por ende, al guion) moverse con mayor libertad y, por ende, alcanzar un poder visual “mucho más objetivo” y abarcador de objetividades menos concretas.

Una hipóteis puede surgir a la hora de estudiar obras como estas, consagradas a trascender primeros planos, planos medios y habitaciones contentivas de los elementos necesarios para trascender una historia. ¿Podría ser una virtud deliberada o una simbiosis instintiva de parte de los directores o una necesidad de aproximarse, una especie de anticipación de lo que iba a ser un tipo de cine de autor, o reflexivo?

Este cine “de encierro” o de perspectivas gestuales, donde generalmente, el expresionismo alemán incidió en el método de la dirección de actores hasta los albores del nuevo milenio, tuvo seguidores que enriquecieron sus contenidos a lo largo de la historia del cine. Alfred Hitchcock fue uno de ellos. El mago del suspenso llevó a escenas varias películas con este tema que hoy día se enrolan en el pequeño ejército de la clasicidad. “La ventana indiscreta” fue una de ellas.

En su comentario “Un rascabucheador en apuros”, publicado en la revista cubana “Carteles”, el 13 de febrero de 1955, Guillermo Cabrera Infante: “… el envejeciente héroe (James Stewart, atisbando por las ventas abiertas del vecindario… (para presentar a los vecinos más anormales que se puedan reunir…) Alfred Hitchcock (“La llamada fatal, 1958) ha logrado una cinta que es cine sin dejar de mostrar esa reciente inclinación del maestro del suspense de encerrar a sus personajes en un ámbito reducido y hacerlos hablar mucho y moverse poco. Para llevar su tendencia a la frontera del tour de forcé, Hitchcock ha inmovilizado al personaje central en una silla de ruedas y al final –con una limpia prestidigitación cinematográfica-convierte su pierna enyesada en dos piernas enyesadas”.

En varias de sus películas, “el mago del suspenso” encerrará a sus personajes, ya bien durante todo el filme (“La Llamada Fatal”, 1954; “The Paradine Case”, 1947 y “La Soga”, 1948), el primero a color de este genio del cine, con referencias a las teorías de Nietzsche sobre los superhombres y los mediocres) o en los instantes cruciales del desarrollo de la trama (Los pájaros, 1960). Sin embargo, en una de sus cintas menos comentadas, pero no por ello menos importante (Náufragos, 1944), Hitchcock realiza el proceso del encierro a la inversa. La historia, que en su tiempo obtuvo tres nominaciones al Oscar, incluyendo al célebre inglés como Mejor Director, parte de una historia original donde, durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de ocho sobrevivientes de un barco civil hundido en alta mar por un torpedo fascista, comparte un bote salvavidas. También recogerán a un nazi que está a punto de ahogarse, lo que provocará diversas tensiones entre los tripulantes. Dentro de esa embarcación, a mar abierto (o mejor dicho, a piscina abierta, pues Hitchcock montó un gran embalse dentro de un estudio) los personajes apenas se mueven.

Sobre esta peculiaridad, el propio director confesaría años más tarde: “Nunca dejé salir la cámara del bote, nunca mostré el bote visto desde el exterior y además no había ni una nota de música, fui muy riguroso.”

En muchas de estas películas, el proceso de filmación transcurrió en secuencias consecutivas, algo poco común en el cine de hoy. La soga, por ejemplo, parece haber sido filmada en una sucesión de planos-secuencias cada una hecha en una sola toma, sin cortes.

“Life of Pi” (2012) de Ang Lee y “All it´s lost” (2013) de J. C. Chandor, reinventan la técnica de la cámara incrustrada dentro de una embarcación donde sobreviven náufragos. Mientras que en la cinta del taiwanés la lucha de contrarios en busca del respeto a los propios espacios de cada quien envuelve este enigmático guion filmado a veces en alta mar y en otras en grandes embalses de agua, la cinta de Chandor recrea las peregrinaciones de un hombre que pone toda su inteligencia y habilidad marina para intentar sobrevivir en un medio donde los ángulos vitales se van cerrando como puertas invisibles que arrastran a un final inevitable.

Ambas cintas, manipuladas artísticamente gracias al empleo de efectos especiales y técnicas de computación lucen mucho más fastuosas que aquel naufragio diseñado por Hitchcock setenta años antes. Sin embargo, el olfato del cinéfilo prefiere la técnica rudimentaria, el ingenio creativo y el talento de aquellos espacios donde el diálogo de los protagonistas rebota una y otra vez en los oídos del tiempo. Son tres cintas que no guardan relación, y por tanto, no pueden ser comparadas porque sus objetivos culturales son distintos aunque el escenario (abierto en espacios cerrados) parezca ser el mismo.

Solo sus gestos y palabras sostienen un guion original que propone una mirada distinta a un tipo de cine que en la Era Silente fue considerado como “aburrido” y poco merecedor de comentarios laudatorios.

El cine nació en la calle. Las primeras imágenes del cinematógrafo fueron dedicadas a la simple propaganda. Los hermanos Lumiere no pretendían historias, sino la consecución de un espectáculo visual para promover una empresa comercial.

El impacto de su invento adquirió tal magnitud, que en poco tiempo la maquinaria industrial ideó una fórmula que sobrepasara el exhibicionismo.

Poco después llegaron las historias a reformular la idea original y se crearon centros de visionaje para aquellos temas que, en poco tiempo, se conocieron con el nombre de salas cinematográficas. En Europa, la exhibición y comercio de aquellas películas no tuvo la misma relevancia que en los Estados Unidos, país que sellaría el rumbo definitivo del cine, anteponiendo a su naturaleza artística, propagandística o difusora, el sentido de negocio, inspirado en las leyes de la oferta y la demanda.

Corrían los tiempos de la Era Silente y todo el proceso de filmaciones requería un trabajo dentro de espacios cerrados, llamados popularmente como estudios. Profesionales de la escenografía, la luminotécnica, la tramoya, el trucaje, el vestuario, el maquilla y la utilería, entre otros, se encargaban en “inventar” avenidas, paisajes, viajes interplanetarios y excursiones dentro de aquellos “curules” rudimentarios, poco convencionales, pero convertidos en inmensas ciudades y flamantes panoramas.

De manera que esas películas del cine silente, tenían como punto común el hecho de ser filmadas en espacios cerrados. A la inventiva de realizadores y técnicos correspondía otorgarles el vuelo externo. Después que el cine habló por primera vez (“The jazz singer”, Alan Crosland, 1929) continuaron las simulaciones de espacios exteriores. Pero se avecinaban tiempos precursores, donde el reino de la invención superaba la tecnología. “El Gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) y “El perro andaluz” (Luis Buñuel, 1929) estamparon obras maestras para la historia del cine que si bien no fueron desarrolladas íntegramente en espacios cerrados, sus tramas sí están concebidas en interiores

La llamada política de “filmación de encierro” (heredera de la creatividad, al esfuerzo profesional y a las prerrogativas individuales del talento) impuso diversas variantes estratégicas explotadas al estilo Hollywood para otorgarle a las cintas un corte más sensiblero, destinado a entretener a los ciudadanos norteños de los fenómenos políticos y sociales que acontecían, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. Esta manera de “pensar el cine” continuó en mayor o menor medida hasta 1939, cuando John Ford estrena su innovadora cinta “Stagecoach” (“La diligencia”), protagonizada por John Wayne donde, por primera vez se incorporan las tomas panorámicas “a plena luz del sol” y se retratan los grandes escenarios y paisajes del oeste norteamericano. Pero antes de ella, el 90 por ciento del cine mundial seguía la política fílmica que algunos prefieren llamar “de puertas cerradas”

Frank Capra fue un cineasta de origen italiano que navegó con fortuna en la meca del cine. Lo hizo, fundamentalmente, en pleno apogeo de la Guerra Mundial, cuando las productoras norteñas exigían un cine de desahogo para desviar la atención de las masas a los graves problemas que acontecían en el mundo. Muchas de sus películas fueron filmadas dentro de estudios, aunque su mirada clínica abordó muchas escenas dentro de habitaciones que simulaban viviendas, empresas, u otros escenarios cerrados. Una de sus cintas más laureadas “You Can’t Take It With You” (1938), merecedora del Oscar a la Mejor Película, es una deliciosa comedia, construida dentro de espacios cerrados. Los personajes se mueven a sus anchas y desarrollan un trabajo referencial que el cinéfilo recordará. Capra sabe contrastar entre “cuarto” y “calle” y su eficacia profesional se mueve, con igual elegancia, dentro (“American Madness”, 1932) que fuera del estudio (“It Happened One Night”, 1934). Su cine, de proporciones discretas, cumplió su finalidad evasiva. Y marcó una época.

El siempre efectivo Elía Kazan escogió a Vivien Leigth y a Marlon Brando para protagonizar la obra clásica de Tenesse William “Un tranvía llamado deseo” (1951) una versión que marcó un hito cultural tanto por las demostraciones histriónicas como por la profesionalidad con que se puso en escena un guion que, sin copiar la literatura, se apoyó en la complejidad del drama con el propósito de que la fotografía hablara a través de las expresiones de los personajes, sus marcas en el rostro, vestuario, maquillajes: todo un riguroso andamiaje tecnológico convirtió esta película en un modelo universal de lo que puede hacer el cine en espacios cerrados. Dentro de un apartamento neoyorkino transcurre la historia de una mujer entrada en años que llega al domicilio de su hermana y, mientras pasan los días saca reflejos de su vida perdida en añoranzas, mientras que un hombre violento y rudo considera que la única estrategia de la masculinidad hacia el encanto femenino es el sexo desenfrenado y abusivo.

En 1957, Sidney Lumet acuñaría una obra maestra, “Doce hombres sin piedad” cinta que trascendería en tiempo y espacio como estampa de un cine de ideas. Con ella, Lumet enfrentaría el esquema hollywoodense de romances pasionales y comedias ligeras, material exportable ideado con el solo propósito de romper la tensión ciudadana en la cruda posguerra, y la llamada “Guerra Fría”. El filme está rodado como un ajuste de cuentas contra un estilo superficial de impartir justicia. Es la historia de un condenado que supuestamente no cumplía el perfil exigido “establisment” y, por tanto, debía ser declarado culpable por un delito de dudosa comisión. Lumet, dentro de un espacio cerrado (en 2010, el ruso Nikita Mijalkov dirigió un remake espectacular inspirado en esta cinta) recreó una filmación en planos sugestivos, secuencias largas, diálogos intensos y contradicciones episódicas. Más que una crítica a un sistema judicial, su tesis fue mucho más terrible: la vida o la muerte de una persona dependía de un grupo de insensibles, mediocres e ignorantes. La ramplonería y los traumas personales tenían mayor fuerza que la responsabilidad social.

En 1962, Luis Buñuel se enrolaría en “El ángel exterminador”, una película inolvidable donde este maestro del cine resuelve de manera terrible una historia dentro de un espacio cerrado (con las puertas abiertas) del cual no pueden salir sus personajes. Estamos frente a una parábola del encierro mental, ese que a veces nos obliga a no cruzar las puertas que debemos en el momento preciso. Un año antes, el propio Buñuel, con “Viridiana”, recreó una de las mejores escenas de la historia del cine cuando encerró a doce indigentes con una novicia, simulando la celebración bíblica de “La última cena”.

En ella salen a la luz tres de los temas que marcarían la obra del maestro andaluz: la religión, las clases sociales y el sexo.

Aquí vuelve a acudir a su diva como protagonista. Silvia Pinal, forma parte de una élite social que debe vivir por un tiempo en situación extrema debido a un evento sin explicación lógica.

La lógica para Buñuel no existe. Y esta obra es, tal vez, la prueba mayor de su transgresión. Aquí llega al extremo de sacar de sus personajes los primitivos instintos de sobrevivencia, instintos que van desde la lucha por la alimentación hasta la burda seducción. ¿No será esto prueba de un retrato mimético (con fauces surrealistas) de una sociedad corrompida, donde las ortigas crecen dentro de los sentimientos humanos?

Las películas de Buñuel carecen de un método común de análisis. “El ángel exterminador” es otra de sus obras de múltiples lecturas, todas válidas, aplaudibles y sensatas.

Este encierro no puede ser entendido por un espectador acostumbrado al ritual de lentejuelas. ¿Qué hacen los corderos debajo de la mesa, por qué una escena se repite una y otra vez sin el menor escrúpulo?

No estamos en presencia de un cine del absurdo. Por el contrario, Buñuel quiere mostrar “que las repeticiones forman parte de nuestros hábitos diarios, de nuestra rutina de cada día a la que volvemos constantemente, reincidiendo en cada acción” (Miguel Ángel Barroso, pág. 29). Y los corderos, al igual que el oso que deambula por la casa, no son más que toques surrealistas.

En “Viridiana”, Buñuel le canta a la ingenuidad. Y la personifica en su protagonista, una joven recién salida de un convento, preparada para hacer el bien. La escena de la cena, filmada in extenso con muy pocos cortes, es una espléndida muestra de cómo se maneja la espiritualidad de un personaje frente al desparpajo, y de cómo este personaje, aún en condiciones de peligro, no es capaz de comprender el destino que se le avecina en medio de aquella extraña manera de compartir y celebrar.

La no desconfianza hacia lo desconocido puede también inspirar historias como esta: las subtramas nacen y mueren como alegorías fantasmales porque la impronta fílmica se origina en los parlamentos. El decir va mucho más allá del resultado tecnológico, de los aparatos de filmación. Los primeros planos sobre los rostros de los mendigos, sus expresiones malsanas, instintos devoradores, y discursos maliciosos le dan fuerza dramática y sentido a la narrativa cinematográfica de “Viridiana”, este drama social, dibujado a la perfección.

“Buried” (Rodrigo Cortés, España-USA, 2007) es un filme de múltiples lecturas. Un simple espectador se dará cuenta que se encuentra frente a la historia de un hombre dentro un ataúd acompañado de un celular de baja carga y un encendedor. Dentro de la categoría de películas rodadas en espacios cerrados, podría ser una obra de simple referencia por la ingeniosidad de su director de crear un filme lleno de dramatismo y suspense con un solo actor que cuenta con 90 minutos para vivir o morir.

Sin embargo, a pesar de no estar registrada en la historia del cine como obra perdurable, “Buried” proyecta propuestas estéticas que lo sacan del montón. Algo inusual que aporta Cortés es la recreación cibernética del tema de civilización y barbarie; de cómo un hombre enterrado vivo por sus verdugos, con un celular en mano, puede comunicarse con el mundo exterior en busca de salvamento a pesar de las dificultad que impone la tecnología para sublimar el reducido ámbito de determinado espacio. Es increíble cómo el director plantea los juegos de cámara dentro del ataúd, donde el protagonista apenas puede moverse, y cómo alcanza la excelencia en el juego de contrastes, enfoques, luces y contraluces. No se podría iluminar mejor una película dentro de ese ataúd donde solo se emplean elementos reducidos.

No parece que Cortés se haya planteado una metáfora a favor del aislamiento del ser humano en un mundo hostil, sino que ha escrito una historia donde el encierro es real, quimérico; donde no caben reflexiones minimalistas. Aquí hay cine. Con recortes comerciales, es cierto. Pero “aquel que no sea comercial, que se cuelgue de un árbol”.

Liv Ullman sabe cómo hacer estallar un drama sin que el espectador pueda sonrojarse. Lo logra, una vez más, en “La señorita Julia” (UK, 2014, adaptación de la célebre pieza teatral de August Strindberg).

En una habitación transcurre este triálogo entre los protagonistas (Jessica Chastain, Samantha Morton y Colin Farrel), un escenario capaz de encerrar una gran tragedia y una gran lección de lucha de contrarios, donde la seducción, la hipocresía, la falsedad, el engaño y la traición aparecen de una u otra forma bajo la aparente silueta de ingenuidad de los protagonistas. El contrapunteo de actores es fundamental en esta obra donde Ullman se luce una vez más como directora. Colin Farrell regala aquí la mejor actuación de su tambaleante carrera.

Otro contrapunteo actoral que alcanzó fortuna premiable fue “The King´s Specech”, de Tom Hooper (UK, 2010) donde los diálogos en espacios cerrados entre dos maestros de la actuación, Colin Firth (el rey) y Geoffrey Rush (el logopeda) le imprimen universalidad a esta pieza dedica a recrear un instante crucial en la vida del pueblo inglés, cuando el rey tartamudo pronuncia su primer discurso a la nación después de la victoria sobre el fascismo, sin temblarle la voz, ni enredar las palabras. La escena del rey frente al micrófono es una de las mejores del nuevo milenio, por ese primer plano de la cámara frente al monarca, captando sus gestos, contracciones y levedades

Con “Luz que agoniza” (George Cukor, 1944), consigue una cinta perdurable dentro de un espacio cerrado (una vivienda de dos plantas) adaptando a la gran pantalla un clásico del thriller psicológico, basado en la obra teatral de Gaslight, escrita por Patrick Hamilton.

Su saber hacer se nota en toda la cinta, desde la dirección de actores hasta en todos los mínimos detalles de la decoración (soberbios en todos los aspectos). Mención aparte merece el enorme trabajo de una hermosísima Ingrid Berman, superior en su papel de mujer maltratada y postergada por su esposo con el único empeño de conseguir que ella misma llegue a considerarse con sus facultades perturbadas. Asimismo no podemos olvidar el papel de Charles Boyer (sus miradas, gestos, cambios de humor, la forma como trata a su esposa y como llega a dominar su voluntad), el papel de Joseph Cotten, en ésta cinta aunque su papel no tiene la relevancia de sus compañeros, cumple a la perfección. No podemos entrar a juzgar que director la hubiera tratado mejor, por qué tal hecho no sucedió, no existe, todo lo que se diga son puras conjeturas.

El rodaje de las escenas de interior es lo más acertado, la composición de luces y sombras ofrece su mejor resultado, muchos deberían aprender de esta faceta de Cukor. La ambientación también es fabulosa llegando a recrear la angustia que sufre la protagonista.

Pero "Luz que agoniza" no sólo será recordada por todo ésto, sino que también será celebrada en los años venideros como una de las más esplendorosas actuaciones de su dueto protagonista;

En 1963, el director inglés Josph Losey llamó al actor Dick Bogarde (Muerte en Venecia) para protagonizar un guión de Harold Pinter, la primera de las tres colaboraciones entre ambos profesionales del cine (“Accidente”, 1967 y “Mensajero”, 1970).

Dirk Bogarde interpreta a Barrett, un modélico mayordomo inglés contratado por un flamante y metódico joven de clase pudiente, quien tendrá la misión de Barrett de verificar el correcto desarrollo de los trabajos de saneamiento y ornato de la casa, organizar y coordinar las tareas cotidianas y, por qué no decirlo, hacerle más confortable y llevadera la reciente independización a su joven patricio. Ayudarle a cortar su cordón umbilical.

La fidelidad y la precisión ejecutoria del asistente irán haciendo mella en la endeble personalidad de Anthony Mounset hasta el punto de generar un dependencia tan poderosa capaz de dinamitar su relación sentimental con Vera, su prometida, y abocarle progresivamente hacia una degenerativa e inexorable pérdida de voluntad.

Afianzada en el impecable guión de Pinter, la película de Losey disecciona implacablemente la miserable condición humana de sus protagonistas, seres subordinados a sus más bajos instintos (sexo, drogas, disipación, celos, incuria y dominación). La erótica del poder trasladada al ámbito doméstico.

La cámara realiza un extraordinario trabajo de exploración de la casa, con un sugestivo movimiento de cámara, travellings, zooms, barridos, tomas largas, planos picados y contrapicados, reflejos en espejos que completan las escenas. Se sirve de símbolos, como la posición de los actores en la escalera, la intensidad del color de las figuras, los barrotes del pasamos. Añade elementos inquietantes, como el sonoro goteo del grifo, la estridencia del teléfono, la indefinición de la distribución de la casa, la lluvia persistente y la nieve. Salvo escasas excepciones, todas las escenas son inquietantes, incluidas las escasas exteriores (restaurante, bar, casa de los padres, estación de tren). Se Critica a la aristocracia, presumida e ignorante, que confunde mangos y aguacates.

La música aporta una banda jazzística de saxo y piano, en la que se apoyan fragmentos de "All Gone", a cargo de Cleo Laine. Añade un fragmento de guitarra. La fotografía es magnífica. El guión desgrana un crescendo dramático demoledor. La interpretación de Bogarde, extraordinaria, incrementa los sentimientos de desasosiego. La dirección consigue la que posiblemente es su obra cumbre.

En 1966, el cineasta norteamericano Mike Nicols, dirigió un guion de Ernest Lehman, inspirado en la exitosa obra de teatro de Edward Albee, “Quién le teme a Virginia Woolf” (129 minutos). La cinta mereció cinco premios Oscar, incluyendo Mejor Actriz (Liz Taylor) y Mejor Actriz de Reparto (Sandy Dennis). En la historia, un matrimonio con personalidades autodestructivas invitan a su casa a un joven matrimonio en un noche inolvidable donde se humillarán y maltratarán delante de sus invitados hasta que sale a relucir la verdadera causa del odio que se profesan. La historia, en su gran mayoría, transcurre dentro de locaciones cerradas (la sala de la casa, un pequeño restaurant campestre y el dormitorio de los protagonistas) donde Nicols ofrece también una soberana lección de técnica cinematográfica. Este tipo de películas donde los exteriores no importan, le exige al director no solo su creatividad e imaginación a la hora de velar por la profundidad de los parlamentos, sino también un especial esmero en cuanto a la fotografía y a la dirección de actores. El director debe estar al tanto del más mínimo detalle en cuanto al maquillaje, vestuario, ambientación y dirección artística. Son estos elementos los que van a hacer creíble su obra y definen la importancia o no de su categorización. En “¿Quién le teme a Virginia Woolf?” todos estos elementos se conjugan, alcanzado la pieza un status de memorable. Es imposible que un matrimonio destruido pueda resurgir de sus cenizas. Y mucho menos, que el alcohol ayude a olvidar los profundos abismos sentimentales y emocionales que separan a una pareja. Nicols introduce el dedo en la yaga. Con fuerza despiadada y mirada crítica.

En 1957 nacieron un gran cineasta y una gran película. Él, Sidney Lumet, desarrollaría de las carreras más personales e inconfundibles en la historia del cine norteamericano, La cinta, “12 hombres en pugna”, además de ser su ópera prima, lo presentaría como lo que fue: una maestro con pleno dominio de los recursos cinematográficos. Lumet encerró a un jurado norteamericano a deliberar en el salón de un tribunal sobre la vida o la muerte de una persona que supuestamente había cometido un crimen. Lumet los enfrentó a base de diálogos cortantes, precisos e inolvidables que denotaban a odas luces la lucha de contrarios dentro de un pequeño conglomerado humano donde se agitaban maneras muy personales de enfrentar la vida y ejercer sus responsabilidades sociales. Los enfrentó. Los conjuró, sacó del alma de cada uno sus fantasmas, miedos, frustraciones y mendicidades espirituales. Como si fuera una lucha de contrario, expuso a esos hombres a un juego que comenzó con la intuición y terminó con la inteligencia. El espacio cerrado marcado por ese singular movimiento de la cámara fija que desde su posición fue capaz de no dejar a la interpretación del espectador todos los detalles, contracciones y decires de los doce protagonistas, ha trascendido como modelo singular en la historia del Cine. En 2008 el ruso Nikita Mijalkov dirigió un excelente remake, inspirado, en su caso, en los problemas raciales y socioculturales resurgidos en la extinta Unión Soviética a partir de la división de las distintas repúblicas autóctonas que la conformaban. Con personalidad propia y un guion muy original y no repetitivo de su original norteamericano, Mijalkov logró con “12” una pequeña obra de arte.

La versión de Lumet alcanzó una resonancia universal que no podrá morir. A sus manos fueron los premios Oscar como Mejor Película, Mejor Guion Adaptado y Mejor Director, así como el Oso de Oro en Berlinale a la Mejor Película y Cuatro Globos de Oro, incluyendo a Henry Fonda como Mejor Actor. Pocos directores han logrado un debut tan exitoso como este.

Andrzej Wajda (Polonia, 1926) logró con “Cenizas y diamantes” (1958, 98 minutos, basada en la novela de su compatriota Jerzy Andrzejewski), universalizar el conflicto interior de un antihéroe enfrentado a sí mismo con sentimientos contrarios: entre el amor y el crimen. Wajda escoge escenarios cerrados en el hostal donde se desarrolla la trama. Dentro de la habitación transcurre una buena parte de este filme y allí, el hombre y la mujer descubren que también son seres humanos. Sobre todo él, cuya indumentaria representa una ruptura (a flor de piel) con el modo de vida de la sociedad que le precedió. Sus ojos, casi siempre ocultos detrás de lentes oscuros intentan ocultar, inútilmente, la culpabilidad de su mirada. Su conducta, frases, gestos y pisadas poco convencionales lo delatan como un ser oscuro, controversial, que inspira sensaciones de extrañeza y desconcierto. El actor polaco Zbiniew Cybulski consigue conformar unos planos antológicos. Su histrionismo lo lleva del abismo interior al desconcierto, de la sed de venganza a la reflexión interior. El amor es capaz de hacerlo detener brevemente ante la dimensión del crimen que debe acometer. Sentimiento este que lo logra humanizar dentro de aquella habitación en el transcurso de una noche fantasmal que será, en definitiva, la última donde verán la luz ciertos corazones solitarios.

En 1977, el ruso Nikita Mijalkov estrena otro registro clásico, “Pieza inconclusa para piano mecánico”. Es la historia de Mikhail, quien llega con su esposa a la casa de campo de un amigo para pasar el fin de semana y allí se encuentra con la mujer a la que amó en su juventud. Ese encuentro despierta añoranzas e ilusiones perdidas. Este reencuentro del protagonista con sus propios sentimientos (ya apagados), sucede dentro de los distintos espacios de esa casa, al estilo de lo que haría años después el danés Thomas Vinterberg en “Celebration” (1998), aunque de una manera más poética que la lograda por el co-fundador de Dogma 95.

Mijalkov contrapuntea la nostalgia, juega con los recuerdos, las miradas furtivas, las estrategias dentro de un reducido espacio donde los visitantes veranean. El amor llega con las notas de un piano cómplice que rebotan en las paredes, se confunden con la luz que traspasa cristales y cortinas que, a la larga, vienen siendo armas transparentes, manejadas a su antojo por este maestro del cine.

En el caso de Vinterberg, la poesía da paso al drama, al conflicto inesperado, a la salida de los fantasmas del alma, al estilo de la llamada “comida sueca”. Es un tema recurrente en el cine de los países nórdicos cuando la familia saca sus trapos sucios a la hora de sentarse en la mesa. Estas constantes transfiguraciones de los protagonistas son llevadas con fidelidad gracias al empleo de la cámara de video digital más pequeña de aquella época. Con ella, Vinterberg pudo trasmitir, de principio a fin, los violentos enfrentamientos familiares producidos dentro de la pequeña casa de campo, escenario de la historia. “Celebration” no es un guion que triunfa por poseer valores formales que reinventan la tradición, sino por su intenso guion y la contundencia de sus diálogos. Como innovador al fin, Vinterberg aporta ese toque de impiedad a manera de espasmo lúdico, esa concatenación de reflexiones alucinantes, cercanas a la distracción, o tal vez, a la locura.

El surcoreano Bong Joon-ho ha dado cátedras de cine en espacios cerrados, lugares lúgubres y naturalezas desprovistas de esplendor. Si bien sus películas no se han desarrollado íntegramente dentro de sitios definidos por el hermetismo habitacional, si ha contado con momentos de especial recreación de ambientes de este tipo en determinadas escenas y momentos especiales. Su película “Snob pierce” (201(, producida en Hollywood, rompe ese esquema al desarrollarse íntegramente dentro de un tren en movimiento , un tren divido en secciones donde viajan las personas atenidas a sus relaciones con el poder o a las clases sociales a que representan. No estamos, pues, en presencia de un arquetipo de orfebrería que destaca un ambiente futurista, sino frente a una obra que ha exigido un extremado profesionalismo por parte del director a la hora de exigir el adecuado manejo de la cámara dentro de determinados espacios donde la longitud y la estreches marcan puntos concordantes. “Snob pierce” es un filme plástico a pesar de su rigidez. Su guion, obligatoriamente, debió estar tocado por elementos comerciales para poder extenderlo como producto de connotación artística. Su compatriota Park Chan-wook también se fue a Hollywood para encerrar en una habitación a tres actores con evidentes trastornos psicológicos. “Stoker” (2012) es una obra profunda, compleja, difícil de entender para un cinéfilo común que solo pretende buscar la lógica en los thrillers. Mucho antes, El director de “Old Boy” estrenó “Joint Security Area” (2000) desarrollada fundamentalmente dentro de un puesto fronterizo entre las dos Coreas, donde los soldados de ambos bandos juegan, conversan, beben y cuentan sus historias en un clima de distensión, por encima de los abismos políticos que separan a sus pueblos.

Sin embargo, dentro de esta breve referencia al cine sur coreano filmado en espacios cerrados, es imposible dejar de mencionar al maestro Kim Ki-duk quien, en su clásica “Hierro 3” desplegó el conjuro de los jóvenes amantes dentro de la majestuosa vivienda del esposo de la mujer, así como en una pequeña celda donde el joven se movía por techos y paredes burlando la mirada escrutadora del guardián. Mucho más ambiciosas, desde el punto de vista formal lo fueron “La isla” (2000, donde un joven se refugia en una habitación flotante para escapar de su propio destino), ‘o “Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera” (2003, historia entre un anciano y su hijo adoptivo desarrollada en una balsa flotante en medio de un lago), o “El arco” (2005, donde la pasión entre un viejo pescador y una adolescente cruje dentro de una barcaza de pesca), ó “Aliento” (2007, cuando una esposa en franca rebeldía matrimonial establece una relación afectiva con un preso desconocido, al cual visita dentro de una pequeña habitación de la cárcel, la cual decora ella misma atendiendo al clima, al paisaje o a la estación del año). Tal vez su obra más representativa en filmes con estas características sea su relato autobiográfico “Arirang”, un doloroso recuento por la vida de un artista excluido de la sociedad por hacer cine a su manera. Un artista retira, solo, desgarrado, humilde, con una dignidad fuera de lo común. En estas piezas, Kim Ki-duk plantea su discurso cultural a partir del movimiento de la cámara que, además de trasmitir imágenes, habla sin pronunciar palabras. Sus guiones, si de algo pecan, es de una depurada síntesis, a través de la cual se puede distinguir el alma humana sin digresiones sentimentales. Más que riesgos, son lecciones de cine al estilo clásico, huyendo siempre de ciertos esquemas tecnológicos del cine de la posmodernidad que amenazan romper la pureza conceptual de las historias. Por suerte, estos tres cineastas coreanos trabajan para que el cine siga siendo un engendro de talento y creatividad.

Lars von Trier, el autor del “Manifiesto” De Dogma 95, se encierra socarronamente a co-escribir el guion de la segunda parte de su trilogía Europa, en una habitación cerrada, y reproduce la escena final, de unos veinte minutos en una sala donde los comensales reciben mensajes de ultratumba. Este es filme, no un episodio real. “Epidemic” (1997), junto a “Los idiotas” (1997, aquí se emplea la pequeña cámara digital, al igual que lo hizo Vinterberg en “Celebration”), “Anticrist” (2009) y “Melancolía” (2011) servirían de pretexto para que este genio del cine demostrara toda su potencial mañosería para encerrar a sus protagonistas en determinadas secuencias fundamentales. En la primera, conocida como el filme inaugural de la llamada trilogía de la depresión toda la filosofía transcurre de esta primera parte de la llamada “trilogía de la depresión”, cuando los personajes que interpretan Willien Dafoe y Charlotte Gainsbourg magnifican la pasión carnal en la inolvidable secuencia inicial donde, el espacio cerrado no es la habitación, ni el camastro donde ambos hacen el amor, sino los órganos sexuales de ambos en plena actividad sexual. En contraste y como buscando la libertad de su ingenua concepción infantil, el niño de ambos se baja de la cuna. Los padres, entretenidos en el placer no se percatan que el infante acudirá un viaje sin regreso hacia la nieve, a través de la ventana, abierta de par en par. Esa secuencia, a cámara lenta, es una terrible y a la vez exquisita sensación de iniquidad donde von Trier acude al posicionamiento de la cámara para que esta sirva, a su vez, de parlamento. Ese “Prólogo” del “Anticristo” es un tema de estudio para estudiantes de cine en cualquier país del mundo, al igual que la extensa primera escena de Melancolía, la segunda parte de la ya referida trilogía de la depresión, los protagonistas, en la recepción post-matrimonio, sacan sus caretas y juegan a las verdades que temen sacar al exterior. Esa cámara fija dentro del amplio salón del encuentro trabaja a sus anchas, sin desperdiciar gestos, movimientos, ni sensaciones. Aporta todo lo que el espectador debe conocer para desentrañar la sicología de los personajes.

El gran aporte de Lars von Trier al tema del cine hecho de espacios cerrados tiene su referencia totalizante en sus dos partes de la incompleta trilogía “Estados Unidos: el país de las oportunidades”. La primera, “Dogville” (2003) fue una obra que conmovió la industria del cine tanto por su originalidad escénica (cerca al teatro, sin rozarlo) como por la manera tan revolucionaria de enfrentar la dirección de actores en un espacio cerrado: un lejano pueblito ultraconservador “fabricado” ingeniosamente dentro de un estudio donde la demarcación de casas, calles, tiendas, iglesias, establos y montañas está delimitado por tizas, dentro de las cuales se ubican los objetos y pertenencias de sus habitantes. Las tomas in extenso dentro de aquel estudio, la cámara móvil unida a la foto fija, a la imagen directa, profunda, circundante, da la impresión de estar en presencia de una circunvalación angustiante solo superada por una historia terrible donde se demuestra el grado de deshumanización de los habitantes de aquel pueblucho que, al recién llegado la primera semana lo tratan como un héroe y después lo lanzan al foso de la esclavitud.

En “Manderlay” emplea el mismo método escenográfico que en “Dogville”, solo que aquí, el estudio amplía su radio de acción al incluir, junto a la casa señorial y los barracones de esclavos, a los campos de cultivos, todos indicados por perfectos dibujos y elementos simbólicos, propios también del ingenio de este director.

El cine de Lars von Trier es un arte que juega, indistintamente, con la ampliación y reducción de espacios. Su talento es un hervidero de creatividad que no se detiene a la hora de manipular a los actores de formas a veces poco convencionales para lograr que olviden de que son ellos mismos no solo dentro, sino también fuera del rodaje, durante todo el tiempo de filmación. Es injurioso, subversivo, polémico, desgarrador pero, a todas luces efectivo. Es, tal vez, el cineasta del nuevo milenio que escribe sus guiones pensando no solo en la historia, en los diarios y en los movimientos de la cámara, sino también en la atención hacia una escenografía creativa, en nada convencional que contribuya a romper el mito del mal llamado “cine prefabricado”.

Una obra maestra del nuevo milenio puede ser la cinta sueca “Día y noche” (Simon Staho, 2004) donde el director se las arregla para armar su cinta con la cámara incrustada dentro de un vehículo, frente al conductor unas veces, al copiloto otras y, en terceros planos, a partir de los cristales del auto detenido cuando los personajes bajan o conversan o realizan actos sorpresivos (como el protagonista intentando abrazar por última vez a su hijo mientras este se opone, o cuando el mismo protagonista lleva a su distraída madre a la orilla del mar y le venda los ojos, después de sentarla, y luego regresa al auto y la abandona en ese estado). La historia es un drama de crudeza excepcional, donde un ingeniero alcohólico, con su vida familiar y profesional destrozada, sale un día despedirse de sus seres queridos (o no queridos) con la aparente justificación de un largo viaje a Nueva York. Un viaje que solo es el pretexto para que el espectador se involucre en unas vidas destrozadas por mentiras disfrazas de verdad, frustraciones y desarraigos sentimentales. El gran actor sueco Mikael Persbrandt sabe demostrar con las expresiones de su rostro (miradas evasivas, gestos compulsivos, reacciones inesperadas, impulsos incontrolados y sentimientos movidos entre el pesar, la turbulencia y la lástima) que un profesional de la actuación no tiene por qué demostrar su grandeza a través de habilidades computarizadas, ni acrobacias duplicables. Su trabajo en este film, lo suma al bando de los clásicos. Es un reto para cualquier director lo alcanzado estéticamente por Simon Staho y su equipo con una cámara empotrada dentro de un vehículo para desde ella captar una tragedia de inmensas proporciones humanas, salpicadas de una banda sonora inolvidable.

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