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Literatura

Epílogo para la Ley 54

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César RodríguezSan Juan, Puerto Rico

Esa noche, el peso de sus males le cayó en la cabeza. Un golpe seco le rajó el cráneo y la detuvo frente al portal de su casa cuando huía de él. No sintió dolor, sólo un crujido aturdidor que asordinó los ladridos del perro de enfrente. Un sabor metálico se aglutinó en su garganta, mientras hilachas rojas se desparramaban sobre su rostro. Confundió al único farol con una estrella roja y a la calle con su única salida. Tambaleando, apuró unos pasos por la acera oscura. Él, hecho su sombra, la siguió martillo en mano. Ella no lo escuchaba bufar: Hijaeputa, cabrona, buena mierda. Si no eres mía, no vas a ser de nadie. Como, de hecho, nunca escuchó a nadie después de las palizas que la desguazaban. Ni a su corazón que sólo tenía oídos para aquella voz ronca que siempre regresaba arrepentida con un peluche orejón en la mano y un te lo prometo que no vuelve a pasar. Es que te amo tanto, tanto. Y aunque eran tantos los martillazos que le asestaba en la cabeza, ella seguía adelante pateando la acera hasta que ya no pudo más. Se detuvo y, oscilando, se volteó desafiante. Una lágrima carmesí se escurrió de su ojo derecho. Él, viéndose reflejado en su mirada, se llenó de rabia y levantó el martillo. Pero antes del último golpe, ella se desplomó en el asfalto, inerte, tendida en un charco de sangre. Él, resoplando, la mangoneó con rabia. Entonces su ira se transformó en espanto; luego en dolor. Soltó el martillo y se echó a llorar. No sabía cómo vivir sin ella.

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