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REFLEXIÓN

Recompensa perfecta

Las bienaventuranzas son las promesas de Dios para el hombre, describen el corazón de Dios, y al vivirlas estamos viviendo con el su pasión, muerte y resurrección que traen para el hombre el regalo más grande que pueda existir, “vivir el Reino de los Cielos”.

Jesús nos dice en el evangelio de hoy: “Bienaventurados los mansos, los que lloran, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los misericordiosos, los perseguidos, porque la recompensa será grande y eterna”. La recompensa es vivir el Reino de los Cielos ahora y para siempre, la recompensa es la verdadera felicidad, que no pasa, que no es momentánea, que perdura y sacia toda nuestra alma.

El deseo de ser felices es Dios quien lo ha puesto en el corazón del hombre, para darnos felicidad, Jesucristo, el único que llena el corazón del hombre. Dios no promete tan solo posesiones terrenales y pasajeras, sino promesas de amor, vivir el Reino de los Cielos ahora y para siempre.

Cuando en nuestra vida sufrimos, luchamos, disfrutamos a causa de Dios estamos viviendo las bienaventuranzas, acumulamos tesoros en la casa de Dios, tener a Cristo en el corazón, asegura ser bienaventurado, porque todo sufrimiento o alegría que sea entregada a Dios trae a nuestra vida felicidad y paz.

Día a día tenemos oportunidades de ser bienaventurados, cuando frente a las peleas y la violencia respondemos con mansedumbre, cuando lloramos a causa sufrir por vivir en la gracia de Dios, cuando buscamos la justicia de Dios en medio de las injusticias sociales y políticas; cuando nuestros hermanos, compañeros de trabajo, amigos nos fallan y respondemos con la misericordia y el perdón de Dios; cuando actuamos en el hogar, en el trabajo, en la calle con un corazón limpio; cuando en lugar de fomentar la guerra, somos instrumentos para que los que nos rodean vivan la paz de Dios; cuando nos atacan por defender con nuestras palabras y sobre todo con nuestras acciones la palabra de Dios.

Por eso mi corazón se llena de gratitud al recordar la maravillosa experiencia de vivir mi Cursillo de Cristiandad, donde aprendí a vivir de colores, con los colores de Cristo, con los colores de la felicidad verdadera, para ser bienaventurada aun en un mundo con tanta falta de su gracia, porque comprendí que para cambiar este mundo, primero debía cambiar el hombre.

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