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La pasión de Jesús

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Lesbia Gómez SueroSanto Domingo

Al interiorizar en la esencia perdurable de la Pasión de Jesús-Cristo, comprendemos que esta no sustenta el dolor, sino que refrenda la impronta de amor que le dio. Esa pasión fue su incondicional amor, que se tradujo en dolor -no a él- sino a aquel o aquellos seres que ignorantes participan en el vía-crucis que transita la humanidad con insanos sentimientos de egoísmo, odio, crimen, apegos y deseos inscritos en la cruz de sus sentidos. La indignante condición del hombre corriente crea los estigmas del dolor y del sufrimiento, cual lanza que lacera el costado de nuestro inmenso Jesús. Es cierto que por voluntad propia se ofrendó como víctima propicia para absorber los errores y faltas del hombre. Pero no menos cierto es que aún el hombre permanece de espaldas a sus postulados de moral y de la fraternal convivencia, con lo cual lo mantenemos suspendido en la cruz todos los días. Resulta difícil aceptar que habiendo transcurrido más de 2,000 años de su peregrinaje en la Tierra con su Misión Salvadora, no se entienda la pedagogía de su amor, que nos enseña el verdadero camino a transitar para liberarnos de las ataduras de la ignorancia, la que nos hace pasible al sufrimiento. Lo divino en Él se hace humano, y con ello nos muestra que también somos divinos, y que estamos cubiertos con rudimentarias formas carnales. Nos habla del amor, que se rebosa como ambrosía al exponer que tenemos la bienaventuranza de un Padre que nos ama. Insiste en la necesidad de amarnos todos; perdonando las ofensas que ocasionan las diferencias entre hermanos. Con humildad lava los pies a sus discípulos (y con ello lava los pecados del mundo) no obstante ser El Maestro de maestros. Y con esto nos indica a ser indulgentes, tolerantes, con aquellas cosas y costumbres que no podemos cambiar en los otros. Nos habla de la oportunidad que se nos da para servir sin egoísmo, sin esperar reconocimiento personal de la obra, cuando dice: “Lo que haga tu mano derecha que no lo sepa la izquierda”. Nos impele, además, a ser prudentes y a no dejarnos tentar de las incitaciones del mal, protegiéndonos con buenos pensamientos, sentimientos y manteniéndonos en oración continua, porque donde está la mente está el corazón. Se hace evidente que la estatura divina y humana de Jesús-Cristo se humilla para cumplir con la voluntad de su Padre, cuando camina solo, sediento, con la marca del látigo grabado en su cuerpo y bajo la expectante mirada de los hombres -de la época- que lo creen demente por decir que era hijo de Dios. Lleva a cuestas una pesada cruz, a la cual se integran los dolores y los pecados del mundo para crucificar en el Gólgota al hombre humano. Enseñándonos con esto que al hombre corriente, egoísta, hay que crucificarlo con el instinto del primitivo animal carnal; pudiendo con ello, resucitar la nueva criatura, con el sello de Cristo inscrito en la conciencia y en el corazón, y participar en las dimensiones idílicas del Espíritu Uno, Dios, suprema bienaventuranza del Ser.

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