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De Julio Estrella a Stiglitz

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RAMÓN PÉREZ FERMÍNSanto Domingo

En el mosaico de elementos concurrentes para la producción de bienes y servicios se conjugan múltiples parámetros que contribuyen de manera trascendental a la consecución efectiva de estos. La tecnología, las materias primas, los recursos humanos y el financiamiento se destacan sobre el resto.

A partir de la revolución industrial, el mundo contemporáneo aquilató el peso específico de las tecnologías en los procesos productivos. Ya en el primer tramo del siglo XX y con posterioridad a la asimilación de los postulados de Marx y Engels, la sociedad aceptó el reclamo de justiponderar el valor de la clase trabajadora en la creación de bienes. De hecho, independientemente del peso que ha adquirido la robótica en los procesos de manufactura, nadie cuestiona el significado de la mano del hombre como factor crítico en las industrias.

Tal vez hasta la guerra del Yom Kipur y sus efectos post bélicos, se desconocía el lastre que podía dejar para las economías en producción activa, el desequilibrio de las materias primas, de manera particular la de los combustibles fósiles. La secuela de la espiral alcista en los precios de los hidrocarburos que se generó para entonces, desencadenó un severo efecto inflacionista que aún se recuerda por su gran dimensión.

No obstante todo ello, parecen consolidarse cada vez más las lecciones de las cátedras más prestigiosas de la especie, mayoritariamente inclinadas a asignar prioridad a aquello de que en la programación del desarrollo social sostenido, la identificación y el manejo adecuado de los recursos financieros, constituyen el punto de mayor criticidad para tangibilizar modelos exitosos de avance y desarrollo social.

Con la brillantez que le caracterizó, Julio C. Estrella en su obra La moneda, la Banca y las Finanzas en la República Dominicana ya lo advertía en los años 70, cuando estableció que “hay que señalar que en los últimos tiempos los requerimientos de financiamiento se han multiplicado como consecuencia del despertar de los pueblos en estado de subdesarrollo”.

En el caso particular de la República Dominicana, la suscripción del protocolo de Bretton Woods en 1945, marcó un hito en materia del financiamiento al sector público. A partir de dicha rúbrica, el Estado dominicano encontró recursos de capital provenientes del Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID); más recientemente los programas de financiamiento de la Unión Europea, de manera particular Lomé y su derivación Cotonú (entre otros), han mitigado de manera importante, necesidades particulares de apalancamiento que demandaba nuestro explosivo crecimiento.

Así las cosas, parece que ha llegado el momento de que las fuentes tradicionales de obtención de recursos exógenos se complementen con herramientas y técnicas jurídicas no tradicionales.

Por todo ello, a la hora de diseñar plataformas infraestructurales que se extienden desde autovías, puentes, aeropuertos y puertos hasta viviendas y centros de eventos por mencionar algunos, en el contexto de nuestro tiempo y espacio, discutir las bondades de las alianza público-privadas también conocida como financiación extrapresupuestaria, está a la orden del día.

El Estado a través de estas iniciativas accede a fórmulas que le permite dar respuestas a las obligaciones que tiene como proveedor colectivo, al tiempo que el sector privado logra implementar proyectos con niveles razonables de beneficios. El esquema jurídico financiero mencionado, conjuga la confluencia del capital público y el privado, armonizando las expectativas de ambos sectores con umbrales más que aceptables de eficiencia.

Por supuesto que tenemos de frente la tarea advertida por el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, quien en su obra “el malestar en la globalización“, establece con propiedad teórica, la cual apuntala con casuística verificable, los riesgos de no estructurar marcos de regulación de estas valiosas herramientas de financiación.

Para que la simbiosis descrita se erija adecuadamente, deberá crearse para cada caso un marco regulador que defina y diseñe el equilibrio que debe suscitarse entre el bien social y el beneficio corporativo. La época en donde se pretendía disociar lo jurídico de lo financiero quedó atrás.

Se trata pues de acicatear el esquema de los financiamientos por la vía de los pactos, en donde la agudeza jurídica entrame el punto de equilibrio entre las pretensiones rentistas de los capitales de procedencia privada y la aspiración de las administraciones públicas de racionalizar los costes de los proyectos, así como el acceso eficiente a los servicios que se derivan de ellos.

Nuestra economía lo requiere, nuestro aparato productivo lo necesita, nuestro empresariado está apto para asumirlo, nuestro corpus legal lo contempla, el Estado podrá aprovecharlo y nuestra gente lo demanda.

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