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EL CORRER DE LOS DÍAS

Rezar en la Piedra Letrada

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

Para Roberto y Constancio Cassa

La mística que inspiran las alturas está relacionada con la idea de que el cielo habita en ellas. Para muchas culturas, el bien y el mal descienden del cielo y el ser humano busca en las elevaciones no solo la cercanía que las divinidades creyendo que las mismas flotan o se asientan en el azul de sus inmensidades donde se desarrolla el quehacer de los seres que viven en superficies desconocidas que se diluyen al paso de la brisa.

Durante estas últimas dos semanas, junto a mis hijas Larissa y Nathalie, mis yernos Alberto y Wiitto, mi hijo Marcio Enrique y mis nietos María Fernanda y Arel, aprovechando la cortesía de amigos que nos ofrecieron cobijos para incubar sueños mientras nos desplazábamos por las páginas de libros ligados a la tranquilidad de las noches de Constanza, y desde luego, al afloramiento del indudable aroma místico del romero, (saltarían perfumado por los vientos), supusimos que el cielo de Constanza merecía el homenaje que los tainos, con entusiasmo contemplativo, rindieron a sus dioses en el alto de La Culata, a solo unos ocho kilómetros de la meseta donde se halla el monumento que los lugareños han llamado La piedra letrada.

Los campesinos de la zona quizás consideran esta piedra fue labrada como un conjunto de letras que los dioses, desde aquella altura, (unos 1700 metros sobre el nivel del mar), leerían entendiendo quizás que en las representaciones talladas con indudable maestría, estaba la oración pétrea que el buhitío, chamán o brujo, interpretaba con voz estentórea, entonando de alguna manera la oración concebida para hacer de la misma piedra letrada, roca cubierta de petroglifos un homenaje desde la altura que consideraban más cercano al nido de los habitantes de los arroyos o de las nubes, donde se inventaron los primeros cursos de agua que, descendiendo y engrosándose, abrían iniciales surcos en las pendientes propiciando la humedad que convertida en nube, hace todavía rica su ilusión de volver a la tierra cabalgando en temperaturas que aun en el mes de julo rozan los doce o quince grados, y que debieron ser las temperaturas aprovechadas para tallar un historia anónima que, seria, sin dudas la de unos dioses con biografía desconocida y aposentada en el manto rocoso destacando figuras entre las que el sol, diversas plantas, rostros adustos y simples mascaras ocultas e innominadas, esperan durante siglos la luz de la luna que blanquea con fulgores verdiazules, la humedad de los líquenes y la cinta blanca del camino que ahora los tractores han abierto para sembrar una plataforma hacia donde los mulos de carga llevan las cosechas de papas que serán vertidas en sacos, luego de ser depositadas donde una nube de campesinos las revisan y transportan a los camiones que luego descienden, cargados, hacia las ciudades y villas que se extienden con mayor precisión por los caminos del Tireo, donde Narciso Alberti Bosch, en una de sus obras cita plazas indígenas hoy desparecidas y habla de una posible población precolombina en Palero y Palerito, lugares en donde los arqueólogos hemos encontrado alguna vez una cerámica negra y muy bruñida, de algún modo parecida a la confeccionada en los sitios taironas precolombinos aledaños a las vertientes de la Sierra Nevada, en Colombia, mirando desede las alturas hacia el norte de la costa.

Frente a los petroglifos de la Piedra Letrada, un deseo de hablar con los dioses se hace presente, es una pretensión que culmina en un rezo y que nos hace creer que desde aquel lugar, es casi posible no solo hablar, sino escuchar, dentro del susurro del boscaje, la palabra divina, o bien la música de las esferas, la cual los pitagóricos alguna vez definieron como la voz del universo.

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