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EL BULEVAR DE LA VIDA

El valor del ejemplo

A don Luis Crouch Bogaert, de un isiano agradecido.

PERDÓN POR LA NOSTALGIA Cada vez que los hijos del Instituto Superior de Agricultura (ISA) nos encontramos en cualquier lugar, hay nombres inevitables en nuestra conversación. Maestros excepcionales que amparados en la férrea disciplina cuasi militar que allí se aplicaba (la que entonces tanto criticábamos y que tanto hemos agradecido el resto de nuestras vidas) nos formaron y marcaron positivamente. Allí aprendió uno, (trabajando de obrero en los potreros, la pocilga, el gallinero o la finca de Las Trescientas por cada falta leve cometida acumulada durante la semana), que toda falta tiene su consecuencia, que los errores, como las deudas, hay que pagarlos. Perdón por la nostalgia, pero es que en realidad uno iba para portero de puticlub, guachimán de doña Herminia o cantor de bares de buena vida y romo malo, cuando apareció el ISA y le salvó, nos salvó, a nosotros y a muchos otros seleccionados entre miles de aspirantes de todo el país. Pero el ISA no cayó del cielo, ni lo trajo con su ternura alguna María Magdalena cibaeña o un carpintero confiado y buena gente como José, sino que lo “trujeron” hombres de carne y hueso, con virtudes y defectos pero sobre todo con iniciativa, con ambición personal de la buena, una vocación social de puta madre, y muchos “jardines colgantes de Babilonia”, también.

“UN SEóOR COMO AMERICANO” En 1975 uno llegó al ISA y al llegar le hablaron de unos señores empresarios de Santiago, algunos muy jóvenes, a los que les había dado por crear universidades católicas o bancos populares, por soñar aeropuertos o zonas francas, justo como a los poetas a veces les da por escribir versos en el bar del Centro León para que las muchachas de amarillo o fucsia le quieran (que nunca le han querido, según me cuentan). Entre estos quijotes del capital estaba un señor que de tarde en tarde hacía largas caminatas por el campus del ISA. Se llamaba Luis Crouch Bogaert. A don Luis -que acaba de partir al descanso final a escasas semanas de cumplir un siglo-, uno le agradece no solo las palabras que a veces nos dedicaba, las preguntas que como un abuelo protector nos hacía, sino el ejemplo, y ya me explico.

LA HERENCIA Claro que uno podría aquí centrarse en reconocer los logros, la visión, los aportes materiales e institucionales de don Luis, pero no. Hoy, que al fin descansa en su paz merecida, uno prefiere agradecer el ejemplo de ese señor “como americano”, silencioso, demasiado alto, frecuentemente vestido de camisa azul de Oxford y pantalón kaki, que una vez mientras yo caminaba distraído desde el bloque A, donde vivía, -y de manera irresponsable lancé a la verde grama la caja de cartón de la pequeña Choco-Rica que acababa de tomarme-, se detuvo, la recogió y en silencio la llevó en sus manos hasta el zafacón que había en la entrada del gran comedor, donde la depositó. ¡Y sin decirme una palabra! Mis compañeros, que iban detrás de él y fueron testigos del gesto, me contaron lo ocurrido. Ahí supe que esa era una práctica frecuente de don Luis. Yo sólo tenía 15 años. De eso hace ahora mil años más o menos, pero su ejemplo me marcó, y ahora son mis Paola quienes se quejan de que el papá tiene el carro lleno de fundas y papeles por tirar hasta tanto no llegue a un zafacón. Don Luis Crouch Bogaert, que ayudó a convertir en realidad muchos sueño que hoy son instituciones fundamentales para el desarrollo de Santiago y del país, dejó a los isianos en general y personalmente a nosotros, -además-, en herencia una gran fortuna que aún disfrutamos y hoy compartimos con nuestros hijos y sobrinos: el valor del ejemplo.

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