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Desde mi exilio médico

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Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo

Es innegable que la larga distancia resulta un hospedero estupendo para las refl exiones. Luego de haber estado inmerso en un escenario electrizado por pasiones e intereses tan oscuros, salir y poder situarse lejos del fangal es una experiencia provechosa y aleccionadora.

Al cumplir con mi deber de cuidar la salud de los míos, así como la propia, se me ofreció una oportunidad ideal para pensar y repensar todo cuanto pudo ser componente del debate público nacional.

Mi convicción dominante sigue siendo la de que los destrozos de nuestra soberanía son incalculables. Esto lleva a una fase avanzada de la refl exión en cuanto a saber cómo organizar la resistencia a tal debacle.

Se advierte claramente que al pueblo le aumentó su indefensión desde el momento en que, sobre sus tradicionales niveles de ignorancia y desinformación acerca de sus grandes peligros, se abrió paso un sombrío capítulo de sobornos inimaginables de conciencia de muchos estamentos que, de haber conservado un mínimo respeto por el valor del reproche político y social, hubiesen sido de enorme utilidad para levantar la defensa frente a los desmanes institucionales de un poder que lo ofreció todo al extranjero con tal de no ser perturbado en sus afanes obsesivos de permanecer en el poder, a como diera lugar.

El pueblo, además, tenía en sus bases sociales más numerosas y vulnerables la desgracia de enfrentar un poder torvo que llegó al extremo de expresar y hacer circular como información generalizada que “sabría cómo votaría cada quien”. Se utilizó la venenosa versión de que “la tecnología de punta” sería capaz de identifi car el voto de cada uno.

Tan siniestra advertencia tuvo efectos demoledores, especialmente en el medio de la miseria nacional que cuelga de la “misericordia ofi - cial” a través de bonos y tarjetas. Cuanto más frágiles y discrecionales, más aterradores.

Por cosas como esa es que se puede oír a tantos preguntarse el porqué si se obtuvo un triunfo “tan arrollador” no se ha podido celebrar verdaderamente.

Se trata de un resentimiento colectivo de repudio profundo, pero inexpresable por ahora, muy parecido al de la mujer violada cuando le llegan recursos como pago de su deshonra.

Los pueblos, ciertamente, no son fáciles de entender en sus enigmáticas desdichas. El poder lo ignora más que nadie y los trinos y los corros que lo alentaran y ayudaran en sus errores y maldades, aunque lo intuyen, no se resignan a admitir que el que pesa en oro o plata a otro se expone a un recóndito rencor de parte de su humillado.

En la amada Venezuela, de todos, hubo un caso que podría servirle de advertencia, que no de enseñanza, a los soberbios especímenes que tienen todas sus diabluras diseñadas para el cuatrienio que se alcanzara sin el más mínimo rubor y a fuerza de habilidades inescrupulosas de gran calado.

Me refi ero al caso de Carlos Andrés Pérez en el año 1989. Su triunfo para la reelección había sido abrumador y se creyó tan sólido que quedaba en condiciones de imponer su voluntad con la insolencia que quisiera, hasta hacer potables las recomendaciones de Fondo Monetario Internacional.

El Caracazo fue una explosión social muy impresionante tan solo algunas semanas después de la épica reelección de aquel intrépido hombre público que terminó por hundirse irremisiblemente en la condición de desecho en que cayera.

Para mí, aquella experiencia venezolana no resultó sorprendente. Tuve la ventaja de un testimonio que me diera un amigo y colega inolvidable, Gontran Elizalde Petit. Lo cuento del modo en que me lo permite el recuerdo.

Eran los años últimos de la década de los sesenta, y almorzando en Caracas mi apreciado amigo me relató un episodio de la política de su patria.

Era él un gran amigo de don Gonzalo Barrios, verdadero ícono de AD, quien le contara dos días después de la Asamblea de aquel dominante partido político que don Rómulo Betancourt estaba muy triste, después de una noche en que el grueso de la Asamblea había intentado que se repostulara otra vez, a su regreso de Suiza, ya considerablemente enfermo.

Se rehusó don Rómulo y quiso que se aprobara, en cambio, a don Octavio Lepage, quien le merecía confi anza por múltiples razones.

En aquellas circunstancias se impuso Carlos Andrés Pérez. Y don Rómulo le comentó a don Gonzalo Barrios lo siguiente: “Se hundió Venezuela. Yo lo conozco. Fue mi auxiliar en Costa Rica, amigo de todas las trampas y combinaciones; conoce y ha manejado el Partido como nadie, pero le faltan atributos sensibles para ser Presidente”.

“No tiene apego fi rme a las cuestiones vitales de Venezuela”, agregó don Rómulo y ésto me lo comentó el doctor Elizalde Petit de este modo: “Lo que ocurre es que hay una duda sobre la venezolanidad plena de él, que es del Táchira y hay familiares de aquel lado. Rómulo le teme mucho a una amnistía migratoria de más de 2 millones de los vecinos, que no nos están enviando lo mejor”.

Al contar todo esto lo hago luego de haber meditado en mi exilio médico y me pregunto: ¿El Presidente actual cree real y efectivamente que la avalancha de los vecinos es incontenible? ¿Es su convicción que se trata de algo parecido a los ñus en África cuando pasan todos los ríos minados de cocodrilos para luchar contra el hambre, apoyándose sólo en la cantidad inmensa de la estampida? Debo advertir que quiero sofrenar mis apreciaciones, pues la que tengo sobre la experiencia electoral será en otra historia; desde luego, revisando el fangal.

Me he querido quedar en los ejes profundos del confl icto, donde están radicados los grandes y trágicos presagios de lo peor: la nacionalización fraudulenta de millones de vecinos como fuerza política dominante a futuro para la fi nal liquidación del estado nuestro.

Ya se ha oído el trueno Kerry hablando de apatridia. Él que conoce al narcoestado como ninguno, parece olvidar el Artículo 11 de la Constitución de aquel colapso; Constitución aquella que se conserva paradójicamente más virgen que la nuestra.

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