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Intolerancia y proceso electoral

Me animo a escribirles fascinado por las expresiones de intolerancia a las opiniones ajenas que he leído y escuchado de muchos dirigentes políticos y ciudadanos durante el proceso electoral y que de alguna manera explican cuán difícil nos ha resultado como sociedad aceptar la convivencia pacífica de las ideas como una regla básica de la democracia.

Lamento admitir que incluso los periodistas no estamos totalmente exentos de esa intolerancia que tantas veces erosiona el clima de respeto a las opiniones ajenas que caracteriza el ejercicio democrático. Así como la prensa tiene absoluto derecho a formarse los juicios más severos sobre los líderes nacionales, en la misma medida éstos pueden forjarse los suyos con respecto a los medios y, en particular acerca de quiénes escribimos en ellos, sin excepción.

Si la crítica, a veces amarga, dura y sistemática, contribuye a recordarles a ciertos dirigentes sus limitaciones y el alcance de la prensa en una sociedad democrática, de igual manera los periódicos y los periodistas deben aceptar que ella se le aplica en lo que a las deficiencias de los analistas y el medio se refiere. La libertad de expresión garantiza el derecho de los ciudadanos a emitir sus ideas libre de toda coacción o presión. Y esto, por supuesto, no excluye a la prensa ni a los políticos.

Una de las distorsiones más extendidas acerca del papel de los medios es aquella que la sitúa por encima de la crítica. Como cualquiera que opine, los periodistas tienen el derecho a la equivocación. Pero igualmente las víctimas de sus errores y prejuicios tienen el mismo derecho a disentir de sus opiniones y conclusiones. El aspecto más deplorable de la relación políticos-prensa, es la renuencia de los primeros a hacer valer sus derechos frente a los excesos de la segunda. Este acuerdo tácito, que protege a ambos de sus propias irracionalidades, le ha dado al periodismo dominicano una especie de carta blanca. Aquellos que ejercen el periodismo sin una vaga noción de sus innatas limitaciones, nunca alcanzan a comprender la sutileza. Por supuesto, nada de esto se aprende ni se enseña en escuelas de periodismo. Pero es su comprensión lo que hace en la práctica la diferencia entre un buen periodismo y un periodismo irresponsable.

Recuerdo perfectamente las protestas y quejas que abrumaron en agosto de 1985 al entonces síndico del Distrito Nacional, José Francisco Peña Gómez, cuando, en ejercicio pleno de sus derechos, el político cuestionó la capacidad de articulistas y comentaristas que habían escrito y hablado en forma crítica sobre él y sus posibilidades electorales en aquella época dentro del PRD. Peña Gómez los llamó “disparatosos”. La reacción a ese calificativo fue desproporcionada y no guardó el debido respeto a las opiniones de un líder sobre la prensa.

Si el clima de libertad y el nivel de desarrollo democrático alcanzado en los últimos años otorga el derecho a los periodistas a la crítica de las actuaciones de los hombres públicos, en idéntica forma éstos tienen igual derecho de sentirse molestos con los juicios de la prensa y manifestarse públicamente, sin tener que padecer el peligro, como ocurre a menudo, de represalias que muchas veces toman la forma de un boicot de sus actividades en las páginas de un diario. Negar el derecho de un político o de un ciudadano a decir en público lo que probablemente muchos de ellos piensan o sienten, por ejemplo, de mis artículos o de mi vida profesional, equivaldría también a asestar un golpe mortal a mi derecho a expresar libremente mis ideas. Si tal político no agrada a un diario, o a los que trabajan en él, o estos disienten de sus posiciones sobre un tema de interés público, es parte del juego democrático aceptar el derecho de aquellos a sostener las mismas opiniones sobre el trabajo periodístico. La prensa no está ni por encima de la ley ni de la crítica. Uno de los grandes males que afecta el periodismo dominicano nace precisamente de la creencia de muchos periodistas de que sus análisis y conclusiones sobre las realidades que comentan son infalibles o constituyen verdades absolutas.

Es cierto que la prensa ha sido víctima de la intolerancia de quienes no creen en ella o la ven como un obstáculo a sus ambiciones desmedidas. Pero no es menos cierto que muchos ciudadanos, en la política, la farándula, el deporte y el gobierno, son con la misma frecuencia víctimas de los prejuicios y la incompetencia de quienes han encontrado en el ejercicio del periodismo un medio para exhibir sus mediocridades intelectuales. A menos que esté preparada para aceptar los más severos juicios sobre su papel, la prensa nacional, y en particular los periodistas, no estaremos en condiciones de contribuir eficazmente a la creación de un clima libre y sin prejuicios para el debate de las ideas, lo cual es fundamental para la democracia. Los ejemplos diarios de intolerancia periodística son tantos como los que la prensa critica.

Algunos amigos me cuestionan las razones por las que suelo con esporádica frecuencia reproducir o hacerme eco de las críticas, muchas veces agrias y subidas de tono, que recibo en mi dirección electrónica de lectores enojados por el contenido de uno que otro comentario en esta columna diaria. Lo hago porque pienso que la queja de ese lector puede ser el sentimiento de muchos otros y que si mi intención es propiciar un debate de las ideas, como una contribución al fortalecimiento de la democracia dominicana, actuaría deshonestamente frente a mis críticos que no tienen la posibilidad o el privilegio de dar a conocer sus posiciones en un medio importante. Por supuesto, sólo presto atención a aquellos enojos expresados con un deseo serio de discusión. No cuando son el fruto del resentimiento o de la intolerancia, cuyo único interés es el de acallar voces para allanar el camino de la tiranía. Leer las críticas a mis ideas me hace sentir mucho más libre. Negar a los demás el derecho que reclamo sería una fatal incongruencia de mi parte.

El texto pertenece a una carta dirigido a directores de medios locales.

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