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Tiempo para el alma

“¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Él contestó: ‘El que practicó la misericordia con él’. Díjole Jesús: Anda, haz tú lo mismo”. Lc. 10: 36, 37. Con la parábola del buen samaritano (Lc. 10: 25-37), Jesús llevó a sus discípulos a una conclusión: El prójimo, el verdadero, es el que practica la misericordia. P-r-a-c-t-i-c-a, no solo habla, practica. ¿De qué se nutre la misericordia si no de amor? La vida en sociedad nos hace indiferentes a las realidades de los demás, a sus necesidades, sus dolores, sus angustias, sus miedos, sus saludos, sus rostros, sus miradas, sus sonrisas. Nos hace, incluso, indiferentes al agradecimiento: a la señora que nos hizo la comida en casa, el chofer que transporta a nuestros hijos (nuestros tesoros más preciados), el empleado que nos atendió en una tienda, la madre que nos llama en medio del trabajo solo para escuchar nuestra voz, el inmigrante que vigila el edificio, etcétera, etcétera. La pobreza nos huele mal (y pienso en Benedetti). Mi hermano de amor y de sangre, José, sacerdote jesuita, me decía el otro día: “Ojalá el amor supere el temor de algunos, el prejuicio, el racismo”. ¿Qué decimos nosotros los cristianos, los llamados a amar, a-m-a-r al prójimo como a nosotros mismos? Recordemos a Jesús: el verdadero prójimo “practica”.

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