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COSAS DE DIOS

Mi confidente nocturna

Connie Roig me entrega una libreta rosada con corazones en relieve para que anote los apuntes de nuestra conversación. La conocí hace cinco años. Coincidíamos, a las doce de la noche, en un lugar donde ambas prestamos servicio, yo iba de salida y ella entraba.

Recuerdo que recelé un poco de su simpatía. Intenté no entrar en confianza, no la conozco, me dije. Pero Connie hace hablar a una pared. Bastaron un par de encuentros para que yo olvidara el reloj y pasáramos horas cuchicheando. Adoré su personalidad, parece un cascabel, y su tono de voz, tan particular, lo puedo distinguir a kilómetros. Así que hace unos días, cuando buscaba un testimonio para esta columna y alguien la llamó por teléfono, sin que yo supiera que se trataba de ella, la identifiqué de inmediato. Y mi amiga y confidente nocturna se convirtió en mi entrevistada.

Tras varios chistes, se pone seria y me cuenta que, apenas unos años atrás, sus roles como ama de casa, madre de sus tres hijas y administradora de una tienda llenaban por completo su vida. Luchaba por cosas materiales. En medio de una crisis familiar estudia psicología y, posteriormente, realiza un retiro y entra en una comunidad católica. Poco después, una de sus hijas enfrenta un problema de salud muy grave. Le diagnostican diabetes y pasa de 200 a 110 libras. “Ella tenía 18 años, no disponíamos de dinero, ni seguro médico, pero todo apareció, Dios la sanó”, dice Connie.

Su caminar en la fe lo ha centrado en el servicio, como dije antes, así la conocí, sirviendo. Una experiencia la marcó. Era la primera noche en el campamento de verano del proyecto Canillitas con Don Bosco. Los organizadores, entre los que se encuentra Connie, escucharon un ruido en el dormitorio de los niños y corrieron a ver qué ocurría. Uno se había caído de la cama. No hay nada de extraño en eso, suele pasar. Pero cuando levantaron al primero, poco después, se cayó otro. Debieron estar toda la noche atentos porque el incidente se repetía. Es que muchos de los participantes en el campamento, niños de hogares muy pobres, dormían por primera vez en sus vidas en camas individuales, para ellos solos, por eso se caían.

Connie dice que, en ese momento, tomó conciencia que hasta las camas donde ella había dormido toda su vida han sido un privilegio, entonces, agradeció por ese detalle en el que la mayoría de la gente, que lo disfrutamos, no reparamos. Dice que su vida es hoy una acción de gracias constante y, aunque ella no lo diga, también es un testimonio de los frutos del servicio a los demás y de la alegría, apabullante, en su caso, que produce sentirse amada por Dios.

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