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COSAS DE DIOS

Niños en misa

La irreverencia de los niños puede romper la solemnidad de cualquier acto, en especial el más solemne de todos, que es la celebración de la eucaristía. Cuando nuestros hijos son pequeños, muchos padres enfrentamos el gran dilema de si llevarlos o no a la iglesia.

Por un lado, queremos crear en ellos el hábito de asistir a misa y, por otro, nos preocupa cómo reaccionarán en medio del recogimiento de la celebración cuando todos los ojos suelen mirar hacia donde se produce el menor ruido. Por lo general, el deseo de un acercamiento temprano de nuestros niños a Dios vence el temor de que nos hagan pasar una vergüenza. Por eso, es habitual que las familias acudan a la iglesia hasta con pequeñines en brazos.

Cuando un bebé de esos se riega, con gritos que estremecen el altar, la solución más práctica es salir con ellos del templo. Pero si se trata de niños más grandecitos, el asunto se complica.

Lo primero es que a ellos les intrigan mucho los misterios de la celebración y viven preguntando por lo bajo, mientras los adultos tratamos de responder y seguir la liturgia. Esas respuestas cortas, seguidas con un gesto del dedo índice sobre los labios, indicando silencio, satisface a medias la curiosidad de los enanos. En su interior, siguen haciéndose preguntas que, al salir al exterior, pueden tener el mismo efecto que si lanzaras una bomba en medio de la iglesia.

Por ejemplo, cuando el menor de mis hijos tenía cinco años, le llamaba la atención que el mayor, en ese entonces de nueve, y que ya había hecho la primera comunión, se colocara en una fila con la mano en posición para recibir algo. En una ocasión, lo esperó con la carita llena de curiosidad y, al acercarse al banco donde estábamos sentados le preguntó: “¿Te dieron?”, como si existiese la posibilidad de que el sacerdote se negara a darle la hostia.

Otro día, también en misa, lo tuve que sujetar para que no se zafara y se colara en la fila de los que iban a comulgar. Jorgito, observaba a su hermano de lejos y, cuando vio que ya se acercaba a donde “estaban dando algo”, le gritó a viva voz: “Javier, tráeme una”.

Recuerdo que retuve la carcajada, con la cabeza baja, mientras mi vecina de asiento no podía controlar la risa. Lo único que me consoló de la vergüenza es que algún día él también tendrá hijos y, espero, querrá llevarlos a misa. Como dice mi mamá, aquí todo se paga.

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