El País de los Inocentes

Érase una vez un país en el que existía toda clase de irregularidades y abusos de corrupción e impunidad. Los de arriba de la pirámide, que eran los dueños del pastel, comían, comían y comían sin hartarse. Algunas migajas caían para aquellos que, cuidando a sus amos se arrastraban y esperaban que la casualidad les deparara partículas sobrantes, por lo que favorecidos con parte de la mies, lamían los pies de los poderosos, cubrían los desmanes y callaban las orgías. Cuando los menos afortunados, que componían la parte más ancha de esa pirámide, gritaban porque ya lo podrido molestaba, los llamados a mantener equidad y justicia hacían su trabajo. De esa forma gastaban horas, días y meses investigando a los presuntos protagonistas de la gula incontenible, para al final concluir con la realidad de que no existían responsables de la mala repartición de los bienes del pueblo. Al pasar el tiempo ese país encantado se llenó de malas yerbas que diseminadas de arriba a abajo trataban de acabar con las buenas cosechas. Granjeros con fe en el mañana, sembraban buenas simientes, pero lamentablemente las pestes se comían las semillas antes que germinaran. Lobos con piel de ovejas cuidaban los cultivos, de los cuales quedaba poco para repartir a los soñadores, “que amaron creyendo ser también amados”.

Hasta que un día el mundo protestó y exigió justicia, entonces comenzaron los interrogatorios que interminables y numerosos descubrieron que no existía allí un solo culpable, porque simplemente se trataba del País de los Inocentes.