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La transfiguración del Señor en el monte Tabor

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Maruchi R. de ElmúdesiSanto Domingo

Hoy, segundo domingo de Cuaresma, celebramos La Transfiguración del Señor frente a sus discípulos Pedro, Santiago y su hermano Juan, “a los que lleva solos, aparte, a un monte alto”. Este pasaje que se encuentra en los Sinópticos (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-8; Lc 9, 28-36), en este tiempo de Cuaresma, parece como un alto en el camino al sacrificio, ayuno, mortificación, penitencia, y darnos un pequeño “avance” de lo que va a ser la vida gloriosa de la resurrección para los que saben negarse a sí mismos, tomando su cruz, y seguirlo; una manera de hacerles sentir, a esos discípulos aún descreídos, lo divino, lo que será la vida de los que creen en Él; de ayudarlos a comprender lo hermoso que es estar junto a Él, iniciando una vida nueva. La misión de sus discípulos será entonces transformar el mundo que les rodea a través del mensaje del Evangelio, haciendo que la humanidad pueda disfrutar de la presencia de Dios.

El mundo necesita un nuevo rostro y solo el amor de Dios puede dárselo.

La Palabra nos dice que estaban tan felices esos discípulos en ese momento, como muchas veces nos sentimos cuando estamos en la presencia del Señor ante el Sagrario, o en un retiro, o en una convivencia, o en una misa de sanación. Pedro dice a Jesús: “Señor, ¡qué bien se está aquí!” Sin embargo, bajaron del monte, y volvieron de nuevo al mundo. Es lo que nos pasa también a nosotros cuando queremos huir de la realidad que nos rodea y “escaparnos” hacia las cosas del Señor. Es entonces cuando debemos despertar y oír a Jesús mismo cuando nos dice también a nosotros: “Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos: pero, sean astutos como las serpientes, e ingenuos como las palomas”. (Mt 10, 16) Tenemos que estar claros, la labor es ardua, pero es el mismo Jesús quien nos la ha encomendado. La responsabilidad de nosotros los cristianos es “revelar el rostro de Dios al mundo”. Nuestra fe en el Dios de Jesucristo y el amor a los hermanos tiene que traducirse en obras concretas. El seguimiento a Cristo significa comprometerse a vivir según su estilo. Esta preocupación de coherencia entre la fe y la vida ha estado siempre presente en las comunidades cristianas. Ya el Apóstol Santiago escribía: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras?, ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘Idos en paz, calentaos y hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, sino tiene obras, está realmente muerta”. (Carta de Santiago 2, 14-16, 26) Vamos a aprovechar este tiempo fuerte de Cuaresma para abrir nuestros ojos a la realidad que nos rodea. Que nuestros sacrificios sean de solidaridad con los que sufren injusticias de todo tipo.

¡Que el Señor nos ayude a ser coherentes con nuestra fe! Amén.

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