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COSAS DE DUENDES

El frutero y el coquero

Se ubicaron los dos casi el mismo día en la esquina. Uno enfrente del otro. En la acera de la derecha se instaló el frutero y al cruzar la calle, en la de la izquierda, el coquero. Yo asumí que sería clienta de ambos, y así fue. Un día le pido al coquero: quiero un coco con mucha masa. Guarda silencio. Toma cualquier coco, al partirlo, no tiene masa. No, yo lo quiero con masa, le insisto. Responde que no tiene. Observo la carretilla llena de cocos y le digo: mire, deme uno con masa y se lo pago los dos. En el acto, encontró un coco con masa. La segunda vez que volví, le advierto: lo quiero con masa. “Entonces, no te voy a vender”, responde. Alguien que le acompaña, lo mira extrañado y le señala: “Dale ese, que ese tiene masa”. “No”, dice tajante el coquero. Me pareció tan absurdo que, en lugar de molestarme, lo tomé a chiste. Pero, desde ese día, compro otras frutas en la acera de enfrente. Lo primero que noté en el frutero fue la enorme sonrisa con que recibió a una clienta habitual que le llamó por su nombre. Después observé el cuidado que pone al cortar las frutas. La cortesía con que responde al saludo de sus clientes y la excelente relación que mantiene con el limpiabotas que trabaja a su lado y con los vigilantes del entorno. Ahora, desde que me asomo, sabe lo que quiero, “piña con mango sin miel”, dice sonriente. Le pregunto por sus hijos, y noto que, además, es un padre preocupado. Se le enfermó una niña y estuve al tanto. El también cayó en cama y todos los que compramos frutas lo echamos de menos. “Hace falta el frutero”, comentábamos. Pues ayer fui de nuevo a comprar mi piña con mango. El frutero reclamó que hacía una semana que no lo visitaba. Era cierto, pero yo ni me había dado cuenta. Me dice que tiene guardada una piña, pensé que se refería a una para que se la comprara. Asumo que es la que está cortando. Pero cuando le pago, y ya me voy, el frutero saca una piña entera, la mete en una funda, y me la entrega. Ahí comprendí que era un regalo. Lo miro abrumada. No, le digo, imposible. Es para usted, doña, insiste. Y mientras tomo la piña miro hacia la acera de enfrente, donde antes estaba el coquero que, por cierto, abandonó el lugar. Pienso en la gente que se queja por la suerte ajena. Imagino al coquero maldiciendo lo afortunado de su vecino de enfrente, que casi no da abasto para tantos clientes, y echando chispas por su mala suerte. Creo que él se parece a un tipo de personas de las que todos conocemos un par de ejemplares, al menos...

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